sábado, 15 de diciembre de 2012

CYRANO DE BERGERAC

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: Edmond Rostand (versión de Xavier Bru de Sala) Director: Oriol Broggi Intérpretes: Pere Arquillué, Marta Betriu, Jordi Figueras, Bernat Quintana, Ramón Vila, etc. Duración: 2.35' (veinte minutos de entreacto)
Información completa (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Edmond Rostand.
Querer definir normas para la creación es como pretender que un caballo distinga los cubiertos de pescado. El Cyrano (texto completo en francés) de Rostand era, en el momento de su creación, un estrambótico anacronismo. Algo así como La venganza de Don Mendo (santa patrona de este blog), pero sin rechifla. Y, contra cualquier pronóstico que hubiera podido hacer una mente sensata (incluida la de Rostand), el exitazo llega hasta nuestros días. Marcos Ordóñez ha publicado un interesante resumen de la historia de este bombazo que invito a consultar. (Por cierto, para ilustrar la expresión "estrambótico anacronismo", véase aquí al lado la foto del autor). Ahora es un clásico que conmueve hasta las lágrimas a cualquiera que no sea de piedra pómez.

Empecemos. La versión de Bru de Sala parece estar, por todo lo que he podido leer, basada en la que elaboró en catalán hace veinticinco años, y que fue unánimente elogiada (Premio Josep Maria de Segarra). Aquélla fue la que interpretó Flotats, y la que lo lanzó a la fama de la que disfruta. No sé qué habrá ocurrido por el camino, pero estamos ahora muy lejos de poder justificar un elogio (aunque los ha habido, y más adelante volveré sobre esto). Lo que se oye en el Valle-Inclán no resiste la menor comparación con el original francés, que es, sobre todo, elegante. Aquí hay profusión de ripio, de chistecillo, y de vocablos que suenan como una corneta en un cuarteto de Brahms ("soy un crac", por ejemplo). Ya que estamos en la cuestión: ¿es normal que en un país plurilingüe haya que realizar el gigantesco esfuerzo de remontar la función en castellano para representarla en la capital? Vemos teatro en ruso con sobretítulos. Pero si está en catalán, una lengua de la que cualquier hablante culto de castellano entiende una buena parte, hay que someter a los actores a este trance. Yo no lo entiendo.

Vamos con la escenografía. Las cortinillas de abre y cierra, entre cosa antigua y función escolar. Sé que resulta especialmente odioso establecer comparaciones, pero vayan a ver Por los ojos de Raquel Meller en la Sala Tribueñe (donde lleva siete años) y comprenderán lo que se puede hacer con cuatro trapos. El balcón (¡el mágico balcón de la mágica escena!) en el quinto pino, lo suficientemente lejos y lo suficientemente mal iluminado como para que el respetable se pierda de la misa los tres cuartos. El extraño artefacto de la izquierda (del espectador), un banco corrido y unas ventanas (?), no se sabe para lo que está, y encima es feo. Y, por si fuera poco, el estrecho paso entre sus dos cuerpos hace que la precipitada salida al campo de batalla obligue a los actores a realizar, uno tras otro, una complicada contorsión. Hay proyecciones, tampoco se sabe para qué: La luna de Méliès con el cohete en un ojo, que Dios sabrá qué pinta en todo esto (hablando de lunas, hay dos más, como en un catálogo); y una vista de lo que creo que era la torre de Nesle, citada en el texto. Digo "creo", porque, al menos en mi función, la proyección duró menos de treinta segundos, perdida allá al fondo, bien arriba. Algo que raya con lo absurdo.

Iluminación: baste decir que, en la citada escena del balcón, apenas vimos una cara. O que, en la otra escena cumbre, la de la muerte de Cyrano, Roxana se pasa un buen rato a oscuras. ¡Cuando es en su rostro donde debemos leer la dolorosísima comprensión progresiva del drama! ¡De una vida desperdiciada! Vestuario: simplemente anodino en general y, con cierta frecuencia, francamente entorpecedor del movimiento de los actores. Aunque no soy capaz de decir si por culpa de lo uno o de los otros. Y ya que estamos con el movimiento de actores: confuso cada vez que hay más de cuatro o cinco en escena.  Música: extraída en su mayor parte de "los 20 grandes éxitos de la música clásica": trillada y, lo que es peor, mal puesta, con entradas y salidas abruptas que no son propias de un montaje de estas pretensiones.

Pere Arquillué (foto: Bito Cels)
 ¿Algo bueno? Sí, algo bueno. Arquillué está fantástico, y me pregunto cómo lo logra, rodeado por este guirigay. Muy por encima de lo último que le vimos (¿Quién teme a Virginia Woolf?, alejada en general del nivel habitual de su director, Veronese). Marta Betriu cumple también. Su primera entrada es como una ráfaga de oxígeno en algo que, hasta ese momento, es una farsa mal montada. También en su sitio Ramón Vila como Lebret. Y un par de frases de Cecilia Valencia, que menciono para no olvidar nada decente. Los demás me dejaron pasmado: rozan lo bochornoso.

Nadie duda del talento de Oriol Broggi. Me cautivó con Rosencrantz i Gilderstern son morts de Stoppard (2005), donde también estaba estupendo Babou Cham, que aquí no da una. Pero esto es un soberbio patinazo. Extensos fragmentos (el arranque, las escenas militares), parecen teatro de aficionados; se abusa del tono de farsa colocando a los actores en registros imposibles; las escenas fundamentales se desaprovechan. Hay quien me ha dicho que el original en catalán poco tiene que ver con el desastre que narramos. Quizás: no sería la primera vez que remontar en otro idioma suponga desbaratar.

Si el curioso lector ha seguido el vínculo a la crítica de Marcos Ordóñez, habrá visto que no puede ser más divergente. Le daré más información: no conozco una sola que no haya puesto la función por las nubes. ¿Cómo es posible?, se preguntarán, como me pregunto yo. Puedo asegurar que del Valle-Inclán ha salido bufando gente de criterio probado, pero esa opinión no ha dejado más traza, que yo sepa, que estas líneas. Al margen de la elemental explicación de la divergencia en gustos, tengo para mí que hay mucho factores que explican estas cosas. Hay corrientes de opinión sobre determinadas personas o colectivos que tienen tal capacidad de arrastre que hacen dificilísimo confesarse a sí mismo que se acaba de asistir a una pésima representación.  Sobre todo si hay vínculos de amistad. No porque uno traicione a posta su conciencia elogiando al amigo, sino porque la objetividad es una condición frágil que cae herida de muerte ante el menor cruce con los afectos. Ojo: no estoy acusando a nadie de amiguismo en este caso concreto, es una observación general. Y hay también algo muy común en cualquier ámbito de opinión: a menudo todo el mundo espera al primer trompetazo para seguir por ahí, y a ver quién es el guapo capaz de torcer después el curso del torrente. Quizá me pase de listo, pero algo me consuela el contar sólo cuatro líneas de opinión en el extenso artículo de Ordóñez, que es el más culto, el más sagaz y el mejor prosista de la crítica teatral española. Cada vez que no estoy de acuerdo con él, me entra una desazón...
P.J.L. Domínguez