lunes, 4 de marzo de 2013

DE NOCHE JUSTO ANTES DE LOS BOSQUES

Sala: El sol de York Autor: Bernard-Marie Koltès Director: Óscar Miranda Intérprete: Juan Ceacero Duración: 1.10'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Los franceses adoran dejarse deslumbrar de tanto en tanto por un artista transgresor o, mejor aún, tocado de malditismo, un invento nacional. Rimbaud, y todo eso, ya saben. (Rodrigo García, por ejemplo, llegó y arrasó; cuando en España poca gente sabía quién era, se encontraban sus obras completas en francés). Koltès tuvo, además, la suerte de morir joven (suerte para su gloria póstuma, quiero decir; maldita la gracia que tuvo que hacerle). A pesar de una producción no muy extensa, su irrupción volcánica (vía Aviñón y, después, Chereau) en el panorama francés le supuso un trampolín para la fama universal. Yo creo que está un poquito sobrevalorado. Ésta misma De noche justo antes de los bosques (La nuit juste avant les fôrets, la pieza que empezó a colocarlo en el mapa en el festival de Aviñón de 1977) es una mezcla de realismo sucio y lirismo cuyo inventor indiscutido es Jean Genet, que le saca varios palmos de altura. Otro creador maldito al que los franceses adoraron ya en vida, aunque en su caso toda adoración me parece poca. Ninguno de los dos escribió un teatro fácil de poner en escena, y por una vez me voy a ahorrar los ejemplos negativos.

Bernard-Marie Koltès
Todo esto no quiere decir que Koltès no sea un autor a tener en cuenta. Estamos distribuyendo butacas en el Parnaso y, la verdad, una vez de entrar, como si te toca el gallinero: puedes darte con un canto en los dientes. De noche justo antes de los bosques consigue de lleno ese efecto lírico resultante de la representación brutal de la marginalidad y el feísmo, algo al alcance de pocos talentos. Aquí no hay más remedio que citar a Adorno y su después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie. Vamos, que parece que nuestra época sólo puede acceder al lirismo a través de aleaciones con sus contrarios, o entramos de lleno en las fotos de gatitos. Y toda su parentela: pónganse como quieran, pero la escena de la seducción de la chica en Moulin Rouge, por ejemplo, me vuelve loco. 

Moulin Rouge: kitsch, revival
y lirismo convencional. Una
maravilla.
Después de todo lo que nos pasó en el siglo XX, desde los campos de concentración hasta Mickey Mouse, me parece que a uno le puede gustar cualquier cosa sin perder ese tan apreciado estatus de consumidor culto (vaya palabreja). No sé para qué gasto energía diciendo estas cosas, que ya son evidentes para cualquiera. Lo que no es evidente es el mecanismo por el que pueden coexistir en nosotros la asunción sincera de tesis como la de Adorno, con el disfrute, aunque sea a través de coartadas como el kitsch o el revival, de productos acaramelados. Debe de ser un simple problema de exceso de información.

Volviendo al caso, que me voy por las ramas, este texto no es precisamente fácil de poner en escena. Tiene todas las trampas del exceso y la sobreactuación sembradas por doquier, y dura lo suficiente (setenta minutos) como para que un alarde de gritos y violencia resulte imposible de soportar. Óscar Miranda ha sabido sortear tal simpleza con una admirable economía de medios. No hay más elemento que un actor, un foco (que el propio actor manipula, y que está encendido a piñón fijo), un toque de maquillaje en directo y algunos objetos diseminados como para dar la sensación de, por ejemplo, un almacén abandonado (objetos, además, bien aprovechados). Un momento: sí, hay un elemento más. Una gloriosa irrupción del Triple Concierto de Beethoven, dos minutos antes del final. Lo de los dos minutos es importante: hay que tener narices para aguantarse las ganas de soltar semejante bomba hasta ese momento. Es el ejemplo más evidente de la contención con la que Miranda ha planteado el espectáculo. Se aguanta las ganas, supongo que rechinando los dientes, porque sabe que cuanto más tarde se produzca el milagro, mayor será el efecto. Y acierta. 

Juan Ceacero
Juan Ceacero está muy bien dirigido: el arranque es el derroche de actitud violenta que uno espera, pero luego el registro va cambiando con naturalidad, de manera que el desarrollo narrativo sigue agarrando la atención del espectador (como decía, los setenta minutos fijos en ese tono acabarían provocando náuseas). Está bien dirigido, pero eso no le resta un ápice de mérito. Es un trabajo notable, tanto de construcción global del cambiante personaje, como de resolución de las no pequeñas dificultades técnicas de dicción o gestualidad. Una hora y diez minutos de densidad textual sin una sola palabra fuera de sitio. Es una de esas cosas que van creciendo en el recuerdo: hoy me gusta más que ayer y, seguro, menos que mañana. Como la medalla del amor.
P.J.L. Domínguez
           

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