martes, 4 de junio de 2013

MARX EN LAVAPIÉS

Sala: La Puerta Estrecha Autor: Benjamín Jiménez de la Hoz (versión libre de Marx in Soho de Howard Zinn Directora: Victoria Peinado Vergara Intérpretes: Beatriz Llorente, Francisco Valero y Nora Gehrig Duración: 1.15'
Información práctica (el enlace inactivo puede significar que la función ya no está en cartel)


Iba yo rumiando esta crítica por la calle (sí, cualquier día me llevo una farola por delante) cuando me tocó entrar al metro. Habían cambiado la lista de estaciones de los paneles informativos. Sol ya no se llama Sol. Ahora se llama Vodafone Sol. ¿Han leído bien? Se lo pongo en mayúsculas: VODAFONE SOL. Si se trata de recaudar, esto ofrece maravillosas perspectivas de ingresos para el estado. Las multinacionales pagarían en función de la difusión obtenida, así que podríamos modificar aquellos nombres que, necesariamente, son repetidos una y otra vez por la prensa nacional e internacional. Propongo que el presidente del gobierno cambie el suyo de inmediato por el de Pepsi Rajoy, y done a las arcas públicas lo que consiga. Asimismo, los monarcas podrían llamarse Don Shiseido I y Doña Nokia. El Gobierno, Gobierno de Repsol España. Cambiando el nombre a las cámaras de representación popular, obtendríamos párrafos como el que sigue en cualquier periódico: "En el día de ayer, los reyes Don Shiseido y Doña Nokia, que llegaron acompañados por el presidente del gobierno de Repsol España Pepsi Rajoy, presidieron la sesión conjunta del Congreso Apple de los Diputados y del Senado H&M". Hace muchísimos años, me obsesioné con la idea de cuánto pagaría una marca a quien se tatuara en la frente, por ejemplo, Espárragos Txistu. Después leí que alguien había hecho algo parecido. Pero esto de cambiar los nombres (Cofidis Alcázar, Caser Calderón, Compac Gran Vía, Goya Codorniu... los teatros no van a la zaga) es de un perversidad imprevisible. Idea para la DGT: que vendan los carteles. Burgos-Hyundai 250 Km. / Lugo-Nescafé 490 Km. Paciencia, ahora verán a dónde quiero llegar.


Arnold Toynbee. Léanlo.
Como todos los pensadores que han parido un sistema que engloba parcelas enormes de la realidad, Marx tiene multitud de lecturas y de capas de significación. Como Aristóteles, Santo Tomás de Aquino o Wittgenstein. Capas, por lo menos cuatro: metodología de análisis, usada hasta por la historia del arte; análisis concreto de la historia de la economía y del estadio capitalista; acción política; profecía. Lógicamente, la probabilidad de que uno se adhiera a sus tesis es decreciente en ese mismo orden. Las tres primeras van de lo más científico a lo más ideológico. Y todos sabemos lo que cuesta creerse una profecía. Es más: ese último -y menor- aspecto de su obra es, probablemente, el que más daño le ha hecho. Miren el pobre Toynbee, una vida dedicada a una obra colosal que es sin duda una de las cumbres de la historiografía de todos los tiempos, y un estrepitoso olvido por haberse empeñado en terminar profetizando.

¿Esto está ocurriendo de verdad o es Muchachada
Nui? ¿The Twilight Zone? ¿Los Simpson?
Pues bien. Incluso la profecía lleva, hoy por hoy, camino de realizarse. ¿Conocen su núcleo duro? El capitalismo conduce por fuerza a la concentración creciente del capital. Llegará un momento en el que estará en manos de poquísimos, frente a las ingentes masas que sólo poseerán su fuerza de trabajo. Cualquier día, el sistema colapsará casi sin que nadie tenga que empujar, porque no podrá soportar la enormidad de esa contradicción. ¿Lo de Vodafone Sol les parece poca demostración de esa capacidad de quedarse con todo? Y saltando de la anécdota a lo general: ¿Creen que algún contemporáneo de don Carlos podía siquiera imaginar hasta qué punto han llegado en nuestros días esas concentraciones de capital? Una de las poquísimas ventajas de la crisis es que nos ha hecho conscientes del orden de cifras del que hablamos cuando comparamos magnitudes como las de los rescates a los bancos con los costes de los servicios sociales. En mi juventud, esas comparaciones se hacían entre el precio de los aviones de combate y lo que costaba alimentar a un niño en el tercer mundo, y ya nos dejaban tiesos. Hala, vayan ahora a repasar las cifras de Bankia y lo que cuesta alimentar a un niño en Andalucía. Si incluso la profecía no ha sido aún desmentida, ¿será posible que hayamos decidido que hasta la metodología de análisis marxista ha incurrido en una especie de anatema universal?

¿Alguien en su sano juicio
condenaría a Jesucristo por
esto? Hala, condenemos a
Marx por las hazañas de Stalin.
En medio de este huracán que nos azota, Karl Heinrich Marx es el gran ausente. El fantasma que recorre, no Europa, sino el mundo. Llevo años pregúntandome ¿por qué nadie dice "Marx"? ¿por qué nadie pronuncia "clase social" o "plusvalía"? ¿habrá un emisor alienígena de rayos cerebrales que lo impide? Tengan por seguro lo que voy a escribir ahora mismo: hay, no uno ni dos, sino docenas y docenas de economistas que no pronuncian esos términos porque la que les caería encima sería antológica. Que están haciendo saltos mortales para no soltarlos. No hace falta recordar que, en cuanto uno dice "Marx", siempre hay alguien que incluye en la réplica "Lenin", "Stalin", "Unión Soviética" y "Siberia". Me pone exactamente igual de nervioso que cuando, después de "Jesucristo", vienen "Vaticano", "Inquisición" y "hogueras". Es como condenar a Wagner porque le gustaba a Hitler. Simplismo, pura estulticia, cuando no interés.

El primer síntoma de que no era el único idiota que se hacía estas preguntas me llegó exactamente hace un año, cuando en la Feria del Libro se constató con sorpresa que El manifiesto comunista se convertía en éxito de ventas. El segundo es Marx en Lavapiés. Sí, me ha costado un poco (cuatro párrafos) llegar a decirles esto, que la mayor virtud de la función es que llega en el momento justo, que es difícil ser más oportuno. Pero si lo digo en menos espacio, llega alguien y salta "mira, un estalinista". Ya me han entendido, ¿no? Pues vamos con la función.

Francisco Valero y Nora Gehring
Jiménez de la Hoz ha añadido dos personajes al monólogo original, y la cosa está bien traída. Marx rememora algunos aspectos de su vida y se reivindica, entre apostillas desdeñosas de Bakunin y réplicas, más comedidas, pero a veces más venenosas, de su propia hija. No conozco el texto de Zinn, así que no sé si el mérito es de uno o del otro, pero son especialmente efectivos los dos monólogos de Eleanor: uno que amontona afrentas a la dignidad del hombre de todo origen geográfico e histórico, más o menos rebozadas en el último discurso de Allende (el de las grandes alamedas), y otro que conocen bien, el de Shylock ("¿No tenemos ojos los judíos?"). Una pena que uno de los más hermosos cantos a la igualdad jamás escritos no se largue de un tirón. Aumentaría el efecto. Disculpen que diga dignidad "del hombre"; llevo una temporada metido en Los miserables y en el ambiente de las sucesivas revoluciones francesas (1789, 1830, 1848), y la expresión "derechos del hombre" me suena tan hermosamente cargada de historia que me resisto a abandonarla. Por favor, siéntanse incluidas las mujeres.

No encuentro foto de Beatriz
Llorente en la función, pero
¿no me dirán que ésta no es buena?
A su oportunidad, Marx en Lavapiés suma el enorme acierto de su ubicación. ¿Recuerdan lo que les decía el otro día sobre Flamenkass en el Alfil? El lugar de la representación tiene una importancia de primer orden. En La Puerta Estrecha, Marx, Bakunin y Eleanor hablan en un ambiente arquitectónico idéntico a los que rodearían en infinidad de ocasiones a todos los grupos de conspiradores que minaban la Europa del XIX. En franco contraste con esa ubicación que podríamos llamar realista, Victoria Peinado Vergara, que estos días da su medida como actriz en La danza de la muerte, ha colocado a los tres actores en un registro de espontaneidad abiertamente contemporánea: parecen tres chicos de Lavapiés. La intención se entiende. Desde luego, si sirve para que alguno de los jóvenes del 15-M, a quienes he visto desesperarse intentando explicar lo que pensaban sin las herramientas conceptuales forjadas por sus antecesores, decida documentarse, bienvenida sea. Pero creo que dramatúrgicamente hubiera rendido más otorgarse alguna licencia: por ejemplo, permitir que los recuerdos del protagonista provocaran algo más de sentimiento visible en Beatriz Llorente. Por eso se agradecen tanto los dos monólogos mencionados, que son las únicas rupturas del flujo de espontaneidad. Nora Gehring tiene alguna oportunidad más de ampliar sus registros, mientras que el papel de Francisco Valero justifica que se mantenga en un tono sostenido de desdén. Ah, por último: que Marx sea chica da exactamente igual. A los tres minutos, ya nos hemos acostumbrado todos.
           


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