domingo, 28 de septiembre de 2014

EL LARGO VIAJE DEL DÍA HACIA LA NOCHE

Sala: Teatro Marquina Autor: Eugene O'Neill (versión de Borja Ortiz de Gondra) Director: José Afonso Intérpretes: Vicky Peña, Mario Gas, Alberto Iglesias, Juan Díaz y Mamen Camacho Duración: 2.30' (diez minutos de entreacto) 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Mamen Camacho, Vicky Peña y Mario Gas.
Mario Gas y Vicky Peña. Ahí es nada. Y O’Neill, Largo viaje, nada menos. Un texto superlativo aunque -ojo- extremadamente difícil de poner en pie y lleno de trampas (una, por ejemplo: melodrama desaforado). Desde que se anunció, hubo una expectación enorme. No voy a hacerles esperar el juicio: no funciona. Apenas he visto dos comentarios digitales y la crítica de Ayanz, en los que ni siquiera  el temor religioso que las figuras de Peña y Gas producen han podido impedir una confesión, tímida pero clara: la función aburre. [P.S.: Escribí eso hace SEMANAS, pero he ido dilatando la publicación, porque no llego. Ayer salió la crítica de Marcos Ordóñez, y está en las antípodas de mi opinión, pero les invito a que vean la función con esta frase de Ordóñez en mente: "en el apartado de los defectos, la falta de brío en determinados pasajes". Será una diferencia de grado en la percepción. A mí me parece que esa falta de brío se extiende a prácticamente todo lo que Gas y/o Peña no han podido controlar en primera persona].

Ortiz de Gondra ha dejado el larguísimo original en dos horas y media (que se extienden de ocho y media de la tarde a once de la noche, ¿a qué hora se supone que cenamos?). Y menos mal. Si llega a durar más, no sale nadie vivo. No creo que el problema sea la versión, no me pareció que sobrara nada, que hubiera nada redundante o excesivo. El problema está en otro sitio.

La escenografía de Elisa Sanz también funciona, tienen la foto ahí arriba. Una tarima de madera, circular e inclinada, y unas gasas que rodean el escenario sobre las que se proyectan imágenes en las transiciones: el mar, el faro, las gaviotas. Excepto por esas proyecciones, el espacio de la representación está cerrado en sí mismo, aislado del entorno que se menciona una y otra vez -el mar, el faro, la niebla-, y creo que eso ayuda al texto: este pequeño infierno es autónomo, autosuficiente. Daría igual coger a los personajes y depositarlos en Cochabamba o en Madagascar, nada cambiaría.

Sólo una licencia que, por aislada, chirría un poco. Los muebles son muebles: sillas, mesas, carrito de servir… Pero los objetos se esconden en unas trampillas que se abren en la tarima, produciendo la extraña sensación de qué-ocurre-ahora-por-qué-se-sienta-en-el-suelo-qué-es-eso-que-abre. Ya saben lo que siempre les digo: en el teatro podemos creernos cualquier cosa que nos pidan que nos creamos, pero las reglas deben ser coherentes (pueden ver, al respecto, mi crítica de Medida por medida). Si los muebles son reales, son reales, las trampillas despistan. Las proyecciones de Eduardo Moreno no están mal. Qué puñeta, no es que no estén mal, es que encajan bastante bien. [P.S.: Hacen la función de la ventana al mar que Ordóñez hecha en falta, pero es cierto que lo hacen sólo en las transiciones, sin mitigar el efecto de cerrazón que les comentaba más arriba].

Gas es un excelente actor y está a su propia altura. Crea un Tyrone complejo, humano, lejos del estereotipo del tipo que ha arruinado la vida de su esposa. Vicky Peña es una de nuestras mejores actrices. Pasa por encima de lo que haga falta: eso hizo en El diccionario, donde sobrevolaba con sus propias fuerzas, como aquí, una función más bien polvorienta. En alguna de las escenas da lecciones de interpretación que deberían ser de obligada asistencia para los estudiantes del ramo. Aunque, en algún momento, incluso ella me pareció algo desamparada. Juan Díaz les aguanta el pulso a ambos, y esto es mucho decir. Iglesias -y espero mitigar esto que les digo señalando que Ordóñez ha escrito exactamente lo contrario- no sigue el paso. Y la criada va justita.

En cualquier caso, con un texto superlativo, una versión bien hecha, una escenografía que funciona y una interpretación que, la mayor parte del tiempo, alcanza un nivel infrecuente... ¿es posible que el resultado sea aburrido? Sí, lo es. La dirección no tiene pulso, ritmo, tono ni nada. Es como si alguien estuviera pulverizando una solución de Valium desde el peine. [P.S.: A eso, y no a la interpretación, creo que se deben las borracheras que Ordóñez califica como "muy educadas". ¿Qué más quiere un actor que una borrachera estrepitosa? Alguien ha decidido que fueran así, tontorronas]. Y miren que siento tener que decirlo.
 P.J.L. Domínguez

           

viernes, 26 de septiembre de 2014

DONDE HAY AGRAVIOS NO HAY CELOS

Sala: Teatro Pavón Autor: Francisco de Rojas Zorrilla (versión de Fernando Sansegundo) Director: Helena Pimenta Intérpretes: David Lorente, Jesús Noguero, Óscar Zafra, Rafa Castejón, Marta Poveda, Clara Sanchis, Fernando Sansegundo, Natalia Millán y Mónica Buiza (acordeonista: Vadzim Yukhnevich) Duración: 1.50' 
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Marta Poveda y Clara Sanchis.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Donde hay agravios no hay celos maravilla desde hace cuatro siglos a todo el que la ve. Maravilla su impecable construcción cómica, la complejidad de sentimientos y reacciones que la rebuscada situación provoca, el tino con que esa complejidad se subraya mediante los apartes en los que los personajes glosan cada uno su propia circunstancia, sucediéndose las intervenciones en ráfagas que apabullan al espectador con ritmo de ametralladora. Y no sólo. Maravilla hoy en día la evidente rechifla con que se trata cuestión tan elevada como el honor. Maravilla también, y esto en sentido opuesto, la naturalidad con la que se integra en la trama la espantosa condición femenina de la época: a nadie extraña que Don Juan pueda matar a su hermana deshonrada.


    Creo que como mejor se sostiene el texto es virando hacia la farsa. Así lo hizo Liuba Cid hace un año con excelente resultado. También Pimenta se acerca, aunque yo diría que no lo suficiente. Algún personaje está extremamente estilizado (Doña Inés) y alguno en el opuesto extremo de la contención (Don Lope). No acaba de perfilarse un estilo interpretativo coherente, pero eso no impide que sea una función en la que haya mucho que disfrutar. Como los monólogos de Natalia Millán y Marta Poveda, o la escena entre Lorente y Sansegundo, de altísimo vuelo.  


Y lo que no cabía allí:

1.- El intercambio entre los de arriba y los de abajo es tan constante en la historia de la ficción que es relativamente frecuente que coincida en la cartera más de un relato de esas características. Acabamos de ver Medida por medida (con el duque disfrazado de fraile) y llegará dentro de nada (cuento los minutos) El juego del amor y del azar de Marivaux que ha dirigido Flotats. El recurso sigue siendo efectivo hoy, pero imaginen la potencia que debía de tener cuando los seres humanos eran incluso jurídicamente distintos desde la cuna. Este juego del disfraz en Donde hay agravios no hay celos tiene numerosísimos parientes en nuestro Siglo de Oro, pero se me antoja que en Rojas Zorrilla adopta un tipo de frivolidad galante que anuncia el XVIII, y que quizá de ahí derive, en parte, la gran fortuna internacional de la obra. Espero que ningún catedrático de historia del teatro lea estos disparates, pero me gustaría verla alguna vez ambientada en Versalles, con peinados a la Pompadour, chorreras, frufrú y reverencias. A la espera de eso, el elenco que canta y baila le da cierto oxígeno a esta versión, y el acordeón en directo es un acierto que me recuerda a Vasco.

2.- Eso que decía yo del abanico de estilos intepretativos (desde la estilización de Sanchis hasta la contención de Castejón) lo ha dicho también García Garzón, casi con las mismas palabras. Que dos tipos tan distintos (él es mejor) digamos lo mismo parece corroborar que Pimenta, por una vez, no tenía claro el tono que quería dar a la función. Lo de Sanchis podría haber funcionado si todo el mundo estuviera ahí, pero la dejan sola en ese lugar y terminan sobrando buena parte de los mohínes. El Sancho de David Lorente, en el registro clásico del gracioso, terminó cargándome un poco, aunque todo el mundo lo ha puesto bien. Y está, desde luego, estupendo en la escena mencionada con Fernando Sansegundo, que todo lo hace bien, siempre. Aunque en un papel breve, Óscar Zafra las coloca todas. El protagonista, Noguero, bien sin alharacas.

3.- Pero las que se llevan la función de calle son Marta Poveda y Natalia Millán. Poveda está toda la función en un punto medio entre Sanchis y Castejón que bien hubiera podido ser el tono general: subidito, intenso, cómico, pero sin convertirlo en el gran festival del aspaviento. El monólogo en el que cuenta cómo le gustan los hombres es antológico. Ya nos dimos cuenta todos en La vida es sueño de que esta mujer pisa fuerte. Natalia Millán se queda con el respetable desde que cuenta lo que la ha llevado a esa casa: tiene una gesticulación efectiva y una vis cómica soterrada y discreta. 

Aquí abajo les dejo una foto de la versión de Mephisto Teatro dirigida por Liuba Cid que menciono en la crítica en papel. Me jorobó bastante perderme El burgués gentilhombre que han hecho este verano. 


 P.J.L. Domínguez

           

martes, 23 de septiembre de 2014

VILLA PUCCINI

Sala: Teatro del arte Autores: Miguel Ángel Orts y Alexander Herold Director: Alexander Herold Intérpretes: María Luisa Merlo y Emilia Onrubia Duración: 1.10' 
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Un mundo poblado por seres excesivos, un microcosmos que exhibe la belleza más estrepitosa sustentada por el más falso de los oropeles. No es extraño que la ópera se preste a las mil maravillas a sustentar todo tipo de ficciones, tanto en el cine como en el teatro. En el último ejemplo visto en Madrid, Master Class, Norma Aleandro encarnaba a Maria Callas. En Villa Puccini, María Luisa Merlo es una soprano imaginaria que, en vísperas de su concierto de despedida, rememora su vida y su carrera.

Casi nada está bien. El texto es poco más que un rosario de estereotipos, algo de así-somos-las -divas por aquí, algo de le-debo-todo-a-Puccini por allá. Recuerda, en el peor sentido, a la vida de la mencionada Callas que rodó Zeffirelli. El drama, y la revelación final, encajados con calzador. La dirección parece más bien ausente la mayor parte del tiempo. La cantante que se encarga de interpretar a Puccini ha sido vestida por su peor enemigo.


Pero la escena no es un espacio lógico en el que dos más dos son siempre cuatro y la gravedad tira siempre hacia abajo. Como en una fantástica geometría no euclídea, las cosas pueden ir en una dirección, y el resultado aparecer por el extremo opuesto. Entre el encanto de la Merlo -que es mucho encanto-, lo bien que canta (¿han pillado la aliteración?) Emilia Onrubia y las arias de Tosca o Manon Lescaut -que para qué les voy a contar-, el invento se va cargando de emotividad, y termina uno por creérselo y pasarlo estupendamente. Hasta me emocioné un ratito, ¿se lo pueden creer? Un viejo lagarto correoso como yo. Por supuesto, no se la pierdan si son fanáticos de la ópera. Van a encontrar esa reverencia religiosa que tanto les pone.
 P.J.L. Domínguez

           

lunes, 22 de septiembre de 2014

TRUE WEST

Sala: Teatros del Canal Autor: Sam Shepard (versión colectiva de la compañía) Director: José Carlos Plaza Intérpretes: Alberto Berzal, Luis Rallo, Joaquín Abad e Inma Cuevas Duración: 1.30' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Rallo y Berzal.
Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

Decíamos de Sé de un lugar que es más que una historia de pareja. True west es, más que un drama familiar -etiqueta que lleva colgada-, un viaje del cosmos al caos, la demostración de que el abismo se abre a un milímetro del orden.

    Shepard es endiabladamente difícil (“no se entiende en España”, me refieren que dijo una vez un avezado productor) y da lugar a sonoros batacazos. Pero Plaza ha encontrado una vía por la que la función parte del realismo y arriba a ese indefinible lugar shepardiano sin la menor discontinuidad en el camino. Apoyado en una excelente traducción de autoría colectiva -en la que sólo disuena el misil de un “ambos dos” al final de una frase- y en una escenografía de The Blue Stage Family, que parece bonita al principio y se revela, además de bonita, llena de pequeños recursos.


    El elenco rota: en el que me tocó, Berzal y Rallo sacan adelante con brío a la pareja protagonista. Dan una impresión un poco impostada en el arranque, pero todo se va justificando. El primero tiene momentos brillantes. De los dos extraterrestres que llegan a ese lugar autosuficiente, el productor de cine podría estar incluso un poco más estilizado. Como lo está la madre, Inma Cuevas, cuya entrada en escena es la apoteosis de la función. Todo lo dice bien, todo lo mueve bien.

Y lo que no cabía allí:
[Las frases en negrita son el punto de enlace entre la crítica de la Guía y lo que sigue. Mejor leer en ese orden, si quiere enterarse bien]


Escenografía [...] llena de pequeños recursos. Y que crea una atmósfera que se adapta al texto mucho más que las escenografías realistas que a veces se le endilgan (vean las dos fotos de abajo). Es como si anticipara a dónde nos va a conducir todo esto. Y, curiosamente, la ausencia de paredes hace más obsesivo el ambiente, como si el desierto circundante estuviera siempre presente. Es una lástima, pero no encuentro fotos que den una idea clara. ¿Autor? The Blue Stage Family. No sé quién es, estaba también en Constelaciones.

La sala negra de los Teatros del Canal, usada hasta ahora, al parecer, como sala de ensayos, es estupenda para determinados montajes. Mucha gente daría un brazo por estrenar ahí. Pero no sé si prosperará la idea de utilizarla, el complicado trayecto hasta alcanzarla obliga a colocar personal en todos los puntos en los que los espectadores podrían perderse en el edificio. 

Apoyado en una excelente traducción. Sí, hay ejemplos de "ambos dos" en nuestro teatro clásico, pero hoy en día mejor evitarlo. Diccionario Panhispánico de Dudas: "...está en retroceso en el habla culta y se desaconseja su empleo". Aparte de eso, la traducción es excepcionalmente buena, Otra cosa es la repetida pronunciación de Texas como Tec-sas. O sea, como lo dicen los angloparlantes. Tejas se llamaba Tejas (con jota, como las tejas del tejado) antes de que llegara allí nadie hablando inglés. Es como México: una grafía antigua para decir Méjico. Y a nadie se le ocurre decir Méc-si-co. Por favor, corrijan esto, es difícil de soportar.

El primero [Berzal] tiene momentos brillantes, sobre todo en lo que es trabajo físico, corporal. Antológico el momento en el que, para abalanzarse sobre su hermano, coloca una pierna y medio cuerpo sobre la mesa que los separa.

Inma Cuevas, cuya entrada es la apoteosis de la función. Plaza ha entendido dónde están las capacidades de esta mujer, y la hace entrar muy despacio, recorriendo el foro detrás de la escenografía, frágil y cargada con una maleta. La ha vestido fantásticamente Felisa Kosse, de la que no encuentro ninguna otra referencia. Lo de la Cuevas es brutal, como si cada uno de sus gestos hubiera sido planificado y fuera ejecutado cada noche por interpretator, un software infalible. Vaya manera de clavar el personaje con el parapadeo, con las inflexiones de la voz. Anda ahora ganando premios por ahí con un corto que ha protagonizado: Meeting with Sarah Jessica. Cualquier día de éstos se nos hace mediática, ya verán.
 P.J.L. Domínguez

           

sábado, 20 de septiembre de 2014

EL LOCO DE LOS BALCONES

Sala: Teatro Español Autor: Mario Vargas Llosa Director: Gustavo Tambascio Intérpretes: José Sacristán, Juan Antonio Lumbreras, Carlos Serrano, Emilio Gavira, Alberto Frías, Javier Godino, Fernando Soto y Candela Serrat Duración: 1.55' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Cuando se estrenó La Chunga, más de uno avisó, en tono ominoso, que aquélla era la mejor de las piezas teatrales de Vargas Llosa. Estamos apañados pensé entonces. Hemos visto después Kathie y el hipopótamo y, ahora, El loco de los balcones, y podemos hablar ya con cierto conocimiento de causa: sí, estábamos apañados.

La Chunga era un texto viejo como la tos, y la desnortada puesta en escena de Ollé no consiguió disimular sus carencias. Tuvimos mejor suerte con Kathie, aunque partiera de un texto peor. Magüi Mira se las arregló para oxigenarlo y acertó de pleno con los intérpretes. El teatro es un arte complejo, y a veces el resultado global salta airosamente por encima de los elementos cojos (algo parecido le pasa a Villa Puccini, ya les contaré). El loco de los balcones es, con diferencia, la peor de las tres. La dirección de Tambascio, un barrizal que hubiera sido más propio de los hipopótamos que de los balcones.

A partir de un personaje real obsesionado en la Lima de los cincuenta por salvar los balcones coloniales que la piqueta iba destruyendo, el escritor construye una historia familiar. Por puro amor filial, la hija del viejo profesor italiano sacrificará su juventud y se dedicará en cuerpo y alma a la cruzada, hasta que  -harta, pero harta, harta- sale huyendo cuando se le cruza la ocasión en forma de un apuesto muchacho que se enamora de ella.

Los dichosos balcones de Lima.
Vaya chapa. Todos de acuerdo en la
conservación del patrimonio, por Dios,
deje de repetirmelo.
Bien. Bien, si no fuera por un pequeño detalle. La trama familiar no sé si ocupará una media hora de los interminables ciento quince minutos de mi función. Bueno, concedámosle el beneficio de la duda. Pongamos curenta y cinco minutos de drama. ¿Y el resto? El resto son balcones. Repetición tras repetición de la mística, la épica y la estética de los balcones. Verborrea sin medida sobre la importancia del pasado para construir el futuro. Hasta el aburrimiento. Hasta la náusea. Todo al ralentí, entorpecido por toda suerte de obstáculos, como el primer monólogo del ingeniero. Morosas e interminables explicaciones. In-su-fri-ble. Me tropecé a la salida con una de las personas que más sabe de teatro en Madrid. Se acercó a mi oreja y me susurró "Estoy de balcones hasta el gorro, he estado a punto de subir al escenario ¡y quemarlos!". Porque, claro, no sólo se habla -sin mesura- de balcones: también llenan el escenario. Luego hablaremos sobre eso. Y del texto ya he dicho bastante, aunque el cuerpo me sigue pidiendo desahogo, cuatro días después de la amarga experiencia. Ahora que llevamos tres raciones, ya podemos decir que programar la obra dramática completa de Vargas Llosa fue una boutade absurda, sólo explicable desde la mitomanía o -lo que es peor- el desconocimiento.

Vamos con la puesta en escena. La escenografía podría tratarse de una gigantesca carcajada de Sánchez Cuerda, a quien le he visto cosas muy bien pensadas en otras ocasiones. Carcajada en forma de comentario metonímico que traslada sarcásticamente el empacho de balcones de la palabra a las tres dimensiones. Eso salvaría al menos el fondo conceptual, pero no, desde luego, su concreción fisica. Un enorme balcón a escala real se come la parte derecha del escenario (derecha del espectador). Las maquetitas de casitas con balcón sobre las que sienta Sacristán en la foto de arriba se comen la parte izquierda. De manera que el escenario útil queda reducido a unos cuatro metros. Y eso no es lo peor: lo peor es que esa disposición, con el superbalcón en escorzo, crea un flujo espacial en diagonal que contamina todos los movimientos en escena. Las salidas por la puerta con doble batiente en el foro o desde el hombro derecho quedan completamente descolocadas y deslucidas. Hay más balcones: maquetas pegadas en la pared del fondo. Lo único que funciona es el despachito funcionarial incrustado en esa misma pared.

Sacristán y Gavira, en la única porción de
escenografía que ayuda a la dramaturgia.
La música no mejora el panorama. Sorprendente, dada la trayectoria de Tambascio. Las entradas y las salidas se producen en momentos tan injustificados, que estuve pensando seriamente si no se estaría haciendo un lío el técnico. Los timbres son a ratos insoportables. Por ejemplo: uno cree oír una chirimía que resulta ser, vistos los créditos, un oboe. Etcétera. Por no hablar de las letras de las canciones: Los balcones son la historia, la memoria y la gloria... Sin comentarios.

Los intentos de animar el cotarro, penosos. Hay un grupo de entusiastas colaboradores del profesor, participantes en las manifestaciones de protesta y trabajadores voluntarios en las labores de restauración. Estos muchachos componen una pantomima detrás de una de las conversaciones de la chica y su (futuro) novio. Vestidos de obreros restauradores, máscaras incluidas. En otro momento, evolucionan en escena ataviados de forma incomprensible con casullas (o dalmáticas o lo que sean) y cascos de cruzados. Sobran las dos intervenciones.


Candela Serrat es de lo mejorcito de la función.

Lo peor (esto es lo peor que le puede pasar a una función; de hecho, es lo que diferencia siempre a una buena de una mala) es la completa falta de ritmo, la sensación prácticamente constante de que aquello no va a ninguna parte. Digo "prácticamente" porque en un par de momentos, zas, aparece el teatro. Uno, en la conversación de la chica con su pretendiente. Un ratito delicioso en medio del sopor. Es lo mejor de la función. Tampoco está mal la conversación del loco con el funcionario, aunque no a esa altura. Y ya tiene mérito desaprovechar a Sacristán y Gavira. La explicación final entre el profesor y su hija, que debería ser el colmo de la emoción, la puesta en evidencia de la profundidad del conflicto... pues justita.


Javier Godino
Dicho todo esto, los intérpretes están bien. A todos se les nota que saben lo que hacen. No vamos a desvelar ahora que Sacristán es un excelente actor, pero vaya racha que lleva: primero aquel ladrillo de Yo soy Don Quijote y ahora esto. A Candela Serrat no creo haberla visto antes: habrá que estar atentos, porque muestra seguridad y soltura como si llevara media vida subida a un escenario. En cuanto el director y el escenógrafo le dejan un hueco (figurado el primero, real el segundo) esparce un poco de vida entre tanta taxidermia. Gavira, como siempre de bien; este hombre es una máquina. Me gustó también Carlos Serrano, da el tipo de muchachote de mirada franca. Lumbreras, as himself; siempre le funciona. Me he estado exprimiendo las meninges desde el miércoles para recordar dónde me había encontrado antes a Javier Godino: resulta que fue en A, aquel engendro indefinible de Nacho Cano. Nadie puede ser juzgado por lo que allí hizo, sería como condenar a Shakespeare porque un día se cruzó por la calle con el verdugo de la torre (de Londres). Y la prueba está en el Español: Godino está muy bien, hace creíble un personaje encajado un poco a empellones en el texto. En resumen, Tambascio tenía un texto imposible y unos buenos actores. ¿Hubiera podido montar algo masticable? Quizá, eso pasó con Kathie. Pero el resultado es insoportable. 

Antes de terminar, tengo que darles un par de datos objetivos para que nadie me llame sectario. Primero: el público del estreno aplaudió puesto en pie y gritando bravo. Creo que por eso evito los estrenos como la peste. Segundo: Javier Villán le ha puesto CUATRO estrellas en El Mundo. Aunque, así como de paso, endiña el adjetivo de subsidiarias a las obras dramáticas de Vargas Llosa y afirma que ésta es la menos teatral de las tres representadas. También dice que le falta escribir una obra "de hoy". Bueno, no sé ustedes, lo que yo entiendo es más o menos lo que les he dicho, con dos estrellas menos. García Garzón le ha puesto tres en ABC, pero, eso sí, dice unas cuantas verdades con esa elegancia indolora que tan bien domina y que yo, ay, nunca sabré usar: "caídas de ritmo que la puesta en escena no galvaniza, pese al buen trabajo del excelente reparto"

Si no me creen, vayan a verla.
 P.J.L. Domínguez

           

viernes, 19 de septiembre de 2014

MEDIDA POR MEDIDA

Sala: Teatro María Guerrero Autor: William Shakespeare Director: Declan Donnellan Intérpretes: Kirill Sbitnev, Anna Khalilulina, Andrei Kuzichev, Peter Rykov, etc. Duración: 1.40' 
La función ya no está en cartel (lo siento por ustedes).




Solo un genio podía desvelar la obra de otro. Medida por medida es rara de narices, por no usar otra expresión más fuerte. El matiz de la situación cambia en algunas escenas a cada réplica y, a veces, a cada frase. Prueben a leerla. Encima termina bien, después de desplegar todo tipo de situaciones dramáticas, a cuál más. Vayan y móntenla si se atreven. Se representa poquísimo, y las razones son las que acabo de exponer. 

No me digan que no les avisé. Les avisé en el número de septiembre de Vanity Fair (que se publicó el 20 de agosto) y en este blog el viernes 19 después de asistir al estreno el 18. Si no me hicieron caso, se han perdido quizá la mejor función del año. Ah, sí, ahora escribo en la versión en papel de Vanity. Una página de agenda breve, pero que queda muy cuca. Ahora resulta que eso me obliga a estar atento a la cartelera de todo el país, me han hecho un favor.


Acto quinto, escena primera. Por Frederick William Davis.
El duque de Viena abandona sus funciones alegando un vago pretexto viajero, pero en realidad con la intención de volver disfrazado para observar qué ocurre en su ausencia. Un topos, éste del poderoso travestido, muy presente desde siempre en nuestra cultura, desde los mitos griegos al cine, pasando por los relatos infantiles o las operetas. Ahora mismo, tenemos en cartelera un ejemplo parecido, el del amo disfrazado de criado en Donde hay agravios no hay celos, y dentro de nada nos visitará otro con la misma premisa: El juego del amor y del amor, el Marivaux que ha montado Flotats y que estoy deseando ver.

Caricatura publicada en ABC sobre la versión de Narros de 1969.
Pero en Medida por medida, el equívoco no es centro de la trama, como en los ejemplos citados o en tantos otros. Es apenas una pequeña artimaña narrativa que está preparando la conclusión amable de un drama desgarrador. El tipo que el duque dejará como regente, Angelo (esta historia transcurre en Viena, pero todos los personajes tienen, pequeño detalle sin importancia, nombres italianos), es un mojigato de ésos que adoran imponer las pautas morales a los demás. De moral sexual, claro. Es sorprendente que a nadie se le ocurra obsesionarse con imponernos pautas de obligado cumplimiento en otros campos, qué fijación con el sexo. (¿Se imaginan enormes manifestaciones de obispos y familias numerosas con pancartas que rezaran “Ley de reparto de riqueza a los pobres YA”? ¿A que no?). De joven, me ponían muy nervioso las explicaciones que atribuyen estas personalidades a la suciedad acumulada en sus mentes. Me parecían intelectualmente demasiado simples. Luego llegó la experiencia, los fui viendo con mis propios ojos. Por supuesto, tenían razón quienes atribuían el origen de las ansias represoras a los conflictos internos mal resueltos, tipo “ya que estoy yo bien j. vamos a j. a los demás”. 

Señor, cómo me gustan estas cosas.
Angelo condena a muerte sin pestañear a Claudio por dejar embarazada a una joven soltera. Pero cuando se le ponga a tiro la hermana del condenado, una novicia que llega a suplicar clemencia, no vacilará mucho más allá de algunos segundos en ofrecerle la vida de su hermano si ella le entrega la virginidad. Un ejemplo edificante. Esto genera un conflicto terrible en la novicia y otro no menor en su hermano. La premisa es que creen firmemente en la existencia del alma, y en el carácter profundamente pecaminoso que la entrega comportaría para la de la entregada. Tampoco es menor la papeleta del Duque, que asiste a todos estos acontecimientos disfrazado de fraile. Tenemos: A) Un tipo que cede a la lubricidad que consideraba pecado nefando. B) Una joven que llega a la dramática decisión de salvaguardar su alma en vez de la vida de su hermano. C) Un joven que llega a la no menos dramática situación de suplicar a su hermana que entrega su virginidad, y ponga en peligro su alma, para salvarlo. D) Un gobernante honesto que asiste al espectáculo de la depravación de quien consideraba un fiel servidor. Por no hablar de lo que les toca a otros personajes secundarios. Menudo tomate.



Dicho en otras palabras, un Shakespeare de tomo y lomo, ni más ni menos. Como ha dicho Donnellan -y otros muchos, entre los que humildemente me encuentro- contiene algunas de sus mejores escenas. Aunque haya por ahí quien lo ha definido como un texto "correcto" (!) y "menor" (!!). Claro, que es el mismo que ha dicho que oír en ruso un texto inglés renacentista sobretitulado en español provoca un desconcierto tal que impide prestar atención a la declamación. Olvídenlo, el comentario más oído a la salida era sobre el curioso efecto que, a la media hora de función, hace que a todo el mundo le parezca estar entendiendo el ruso. Y corramos un piadoso velo sobre la "corrección" del texto. El texto es una maravilla.


La escena más horrible y más hermosa: Isabella y
su hermano Claudio.
¿Por qué se le ocurriría a Shakespeare que estos mimbres dieran lugar a una comedia? Hagámonos una pregunta anterior a ésta: ¿Es una comedia? La llamamos comedia sólo porque termina bien, todo lo demás es drama. Es más: es un drama que, por momentos, parece avanzar inexorable hacia la tragedia. Está ubicada, probablemente, después de Hamlet y Otelo, así que no podemos decir que William no supiera escribirlas. Incluso el título, de reminiscencia evangélica, parece más de tragedia que de comedia: Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido (Mateo, 7: 2). Echen un vistazo a los títulos de las comedias shakespearianas y verán que no hay parentesco. En cualquier caso, así la dejó su autor, añadiendo el final contrastante al resto de enormes dificultades que su montaje encierra.

Y en esto llegó Donnellan. Donnellan y este grupo de actores tocados desde el más allá por el dedo del bardo, que no sé el tiempo que se habrán pasado diseccionando con el bisturí hasta las comas para encontrar una justificación plausible -ojo: y reconocible en la interpretación- a cada una de las palabras de cada uno de los personajes. Porque dos son los momentos operativos en los que se divide la labor de representación. Primero hay que saber por qué cada cual dice lo que dice, algo verdaderamente endemoniado en las aguas revueltas de este torrente que es Medida por medida. Y después hay que saber interpretarlo, de manera que el espectador entienda lo que le pasa al personaje (única forma conocida de que entienda, en el sentido profundo del término, lo que dice). Como todo está bien en este montaje, y no voy a ponerme a hacer la lista completa de escenas de la obra, voy a subrayar tres aspectos.


Alexandre Flekistov (sólo lo encontrarán
si buscan 
Александр Феклистов)
1) Las gracietas. Vamos, confiésenlo. ¿Cuántas veces se han quedado sin entender las bromas de Shakespeare? O, ya que estamos, las de Lope. Cientos. Nos pasa constantemente. Lo hemos asimilado de tal manera que es algo que no tenemos en cuenta en el balance. Bueno, es teatro antiguo... Donnellan demuestra que es posible representar este teatro sin que las gracias queden desprovistas de gracia. Hacen falta tres cosas: una buena versión, un buen director y un buen actor. El autor de la versión no sale en los créditos del programa de mano (supongo que es él mismo), el director es superlativo y el actor que encarna al gracioso (Alexander Flekistov el enlace lleva a un página en ruso, pero Google se la traduce) es un prodigio, un tipo con un estilo interpretativo bien lejano del nuestro, con aires del centro y el este de Europa que aquí apenas hemos conocido a través de antiquísimas películas en blanco y negro. Resultado: las bromas se entienden. Ver esta función me ha iluminado un criterio que sobrevivía larvado en la profunidad de mi cerebro y que se me ha hecho explícito. Si no hace gracia, mejor cortar. ¿No se cortan laaaargos párrafos filosóficos? ¿Por qué no las gracias? ¿Porque son cortas?


Anna Halilulina. Comprenderán
que de virginal novicia resulte
turbadora.
2) El final. ¿En cuántas puestas en escena de teatro clásico han sentido que se iba todo a freír puñetas en esos últimos cuatro minutos en los que se arregla el mundo? Sí, cuando el que más manda empieza a coger a unos y otras de la mano para emparejarlos, y todos olvidan las preferencias, los celos y todo lo que había engrasado la trama, y parecen terminar felices y contentos. Lo hemos visto constantemente, y todos -los críticos los primeros- hemos recurrido a aquello de que la época oblogaba, y blabla, para justificar un mal final. Y lo seguiremos haciendo, al menos yo. Pues bien: llega Donnellan y nos demuestra que el lieto fine se puede hacer bien. Y no necesariamente a toda velocidad, ligerito, que no se note el artificio, que es como suele hacerse, sino que también es posible hacerlo funcionar pausaaadamente y con regodeo en todo lo que ocurre: perdones, revelaciones, peticiones de mano. Se puede, vaya si se puede. Durante el largo final no se movía una mosca en el María Guerrero, todo el mundo estaba suspendido de la acción. ¿A ver si estos finales van a ser la monda y es que ya nos los sabemos hacer? Ahora voy a soltar una expresión nauseabunda: dejo la pregunta en el aire.


Es muy guapo, pero resulta que
también es buen actor. Dios mío,
debe de tener algún horrendo
defecto escondido. Búsquenlo
como Petr Rykov y como
Петр Рyков.
3) Las licencias. Si me lee habitualmente quizá sepa a qué me refiero con "licencias". Son los elementos que un director introduce en contraste con el tono general de la pieza. Por citar un ejemplo reciente: Jugadores está interpretada de manera realista, pero en determinados momentos, entre escena y escena, los actores posan en el proscenio con música de fondo y efectos de iluminación. Esas cosas casan o no casan. Enriquecen o desmontan. Aquí hay una MONUMENTAL. No me refiero a los movimientos de conjunto, que son otra cosa de la que hablaré más abajo, sino al contrabajo. Al contrabajo de la foto de arriba del todo. El muchacho semidesnudo que lo sujeta es Claudio, en peligro de muerte (es también Petr Rykov, un tipo al parecer famosísimo en medio mundo por su belleza, del que no había oído hablar, pero que da perfectamente el tipo rubio de cartel del ejército soviético, para que me entiendan). De pronto, un contrabajo sale de detrás de los cubos rojos que constituyen la única escenografía, y él lo cabalga. Y yo, y toda la sala, pensamos: "Ay, Dios, que esto se va al garete". Entiéndanme: el contrabajo de marras no tiene la menor justificación lógica. El actor empieza a pulsar dos cuerdas (diría ahora tónica-dominante, pero no me hagan mucho caso) y la cosa nos sigue teniendo a todos en vilo. Y entonces... y entonces entra la música de fondo, de la que las notas pulsadas en pizzicato constituyen el bajo, la acción prosigue con todo el elenco bailando y... y se produce un subidón dramatúrgico de otros mil pares de narices. El resto de elementos extemporáneos se insertan también magistralmente: las escenas de sexo o muerte mimadas en el interior de los cubos cuando éstos se giran, el micrófono del final... 


Wiliam Hunt.
Una función de teatro es un acuerdo tácito entre el director y el espectador. El primero plantea al comienzo las reglas del juego. El segundo otorga en ese momento un margen de absoluta confianza: no le importa que Macbteh sea representado con latas de Coca-Cola con caritas pintadas o que en medio del relato dos docenas de señoritas bajen una escalera enseñando las piernas. Pero a partir del establecimiento de esas reglas, ya no hay misericordia: el resto debe ser coherente. Donnellan quiso montar esto con un elenco que está durante todo el tiempo en escena, en pie, y que se mueve en grupo de lado a lado del escenario haciendo una especie de escamotage. A y B terminan su escena, el grupo pasa por delante de ellos, que se integran en esa especie de banco de peces o bandada de aves con habilidad de prestidigitadores. La bandada sigue moviéndose, y cuando se retira son C y D, protagonistas de la escena siguiente, los que quedan a la vista, en la postura exigida para seguir la acción, otra vez en un efecto casi mágico. Durante los primeros minutos parece forzado. Una vez que la cosa rueda, parece tan natural como oírles hablar en ruso. Además de precioso, y de resultado de un trabajo que ha debido de ser complicadísimo.

En algún momento tendré que terminar esta crítica. Voy a acelerar. La escenografía, estupenda. La música, estupenda. El vestuario, estupendo, más estupendo a cada minuto que se reelabora el recuerdo en mi memoria y que vuelvo a ver las fotos. Pista: si quieren ver todas las fotos posibles, que estan muy complicadas de encontrar, vayan a la página del Teatro Pushkin y pinchen los nombres de los actores (están en cirílico, en una columna de la derecha). 


Andrej Kuzichev. Es un tipo con un físico
normal, pero consigue parecer
repugnante.
Los actores. Además de todo lo dicho, la función es un soberbio recital de interpretación. El que más me atrapó, Kirill Sbitnev era... ¡un sustituto! Me pregunto cómo será el original. Anna Halilulina es una fuerza de la naturaleza, habría que hacer una integral de las tragedias de Shakespeare y darle todas la protagonistas, a ver qué pasaba. El malo, Andrej Kuzichev, da auténtica grima, que es lo que tiene que dar. Flekistov se llevará todos los premios del público que se otorguen allá donde vayan. Rykov, con ese físico y sabiendo actuar... me pregunto qué haría Pandur con él.

Sáquense ya los billetes para irse a Estonia en octubre. Están programados allí.
 P.J.L. Domínguez

           

miércoles, 17 de septiembre de 2014

EXCÍTAME: EL CRIMEN DE LEOPOLD Y LOEB

Sala: Teatro Fernán-Gómez Autores: Stephen Dolginoff (música) / Pedro Villora y Alejandro de los Santos (dramaturgia)  Director de escena: José Luis Sixto Director musical: Aday Rodríguez Intérpretes: Alejandro de los Santos y David Tortosa Duración: 1.35' 
Información práctica (el enlace a un callejón sin salida puede significar que la función ya no está en cartel)


Tiene poca definición, pero es lo más ilustrativo que encuentro. Tortosa y de los Santos (no muy santos, en este caso).

Es probable que los nombres de Nathan Leopold y Richard Loeb no digan nada a la mayoría. Si añadimos que fueron la fuente de inspiración de La soga de Hitchcock, serán más los que aten cabos –nunca mejor dicho- y recuerden a dos tipos que cometieron un asesinato por el simple capricho de comprobar que eran capaces. Los superhombres estaban por encima de las normas sociales. El caso conmovió a la sociedad norteamericana de 1924 de tal manera que aún está vivo en el imaginario colectivo.

Les cuento primero lo que yo he entendido sobre la autoría. La obra original (Thrill me) fue escrita íntegramente -libreto, música y letras- por Stephen Dolginoff (el de la foto). Los créditos de la versión del Fernán-Gómez le atribuyen la música. Lógicamente, no las letras. Pero, además, mencionan a Pedro Villora y Alejandro de los Santos como autores de la dramaturgia. ¿Hay que deducir que hay diferencias significativas entre la original y ésta? Es posible. Hay un indicio que apoyaría esta tesis: la dramaturgia es mucho mejor que la música. El material promocional cita al Hollywood Reporter: "Su música te transporta a Broadway, Schubert y Kurt Weill". Me pareció tan increíble que alguien dijera esto, que lo he buscado. Efectivamente, lo dijo en 2008 un señor que se llama Laurence Vittes y que ha tenido una larga y fructífera carrera en la industria musical y la crítica. 

Sólo encuentro una explicación. Debía de referirse a Jerry Schubert, carnicero en Cincinnati, y a Kurt Weill, un ingeniero agrónomo que da clases en Wichita, ambos músicos aficionados. Porque si estaba hablando de FRANZ Schubert y del Kurt Weill que usted y yo conocemos.... bueno, no sé, vayan al Fernán-Gómez y ya me dirán qué les parece la opinión del señor Vittens. Más fácil: busquen Thrill me en Youtube y podrán oír extractos (no se pierdan la versión coreana, que parece por momentos ciencia ficción de serie B de los cincuenta). No voy a perderme en largas descripciones, la música es reiterativa y ramplona. Apenas parece despertar en "Y si matáramos a John", y contribuye al desarrollo dramatúrgico en la escena del secuestro. Fin de la aportación musical. 


Leopold y Loeb. ¿La banalidad del mal avant la lettre o pura sicopatía?

Perogrullada: la música es la parte más importante de un musical. Que se lo digan a Bellini, con esos libretos infames y esas óperas sublimes (huy, he dicho "sublime", perdón). Así que por muy bien que estuviera el resto, Excítame estaba condenada de entrada. En descargo de Dolginoff, y de los responsables de esta versión, hay que decir que el reto se las traía. "A ver, hazmeee... un musical de hora y media cooon... mira, con dos personajes, eso es, sólo dos. Y que acompañe un piano solo. Además, me vas a poner dos tipos desequilibrados, empachados de Nietzsche y con una relación sadomasoquista, queee... Que hacen una burrada, a ver... ¡Que matan a un chaval! Eso. Ea. A ver qué te sale." 

                        
Metan "thrill me dolginoff" en Google y comprobarán que, sorprendemente, la española no es la única versiónen la que los asesinos despiadados parecen dos angelotes recién llegados de dar una vuelta por Chueca.Así que no toda la responsabilidad es local, parece un vicio de origen.

¿Qué me va a salir? Una de dos. Una obra maestra de sutileza y perversidad como La soga o un pestiño como éste. No hay término medio. Claro que ya se cuidó Hitchcock de que en La soga ni cantaran ni fueran sólo dos. Hubiera sido divertido preguntarle qué le parecían esas condiciones de partida para una historia de este tipo. A lo mejor era de uno de ésos que considerarían la idea equivocada, como dice... ¡bingo! Nuestro amigo, el señor Vittes: "For many, this story of senseless violence and tragic hubris among the offspring of Chicago's business elite would seem to be a poor candidate for a musical." Yo creo que se equivoca otra vez, de medio a medio. La historia es una fantástica base para un musical... en el que, a poder ser, hubiera más personajes, y que, sobre todo, retratara en serio la violencia y la hybris

La relación sexual implícita en La soga (nunca se menciona) es mucho más
turbadora que los apasionados besos (¡sin lengua!¿no era una la pasión
sexual la que lo sustentaba todo?) de Excítame.

La dirección vuela tan bajo como el material original: plana, monótona, dejando que la cosa se arrastre hacia su final. (Llevo tres cosas seguida con direcciones de este tipo: El largo viaje hacia la noche, Jugadores y esto. ¿Será una epidemia?). Los trastos de la escenografía son feos, pero bien feos. La interpretación... ¿Se hacen ustedes una idea de lo que debía de ser la vida de estos amantes de la foto en blanco y negro? Una relación de dominación en la que uno accedía a delinquir a cambio de que el otro no le cortara el grifo del sexo. Una sicopatía compartida hasta el extremo de tramar y ejecutar el asesinato de un adolescente. Una bomba de tensión sexual y siquiátrica, vamos. Un torbellino de pasiones turbias, torcidas y perversas. ¿Creen que hay rastro de esto en la interpretación? Si viéramos un vídeo sin sonido, creeríamos estar asistiendo a los pequeños problemas cotidianos de dos chicos bien. Por salvar algo, Alejandro de los Santos consigue a rato lo que parece que le han dicho que represente: pobre muchacho, víctima del manipulador desalmado. Pero es que no era esto: tenían que dar miedo los dos, todo el tiempo. Como Farley Granger y John Dall.
 P.J.L. Domínguez