miércoles, 19 de noviembre de 2014

MI RELACIÓN CON LA COMIDA

Sala: Teatro Galileo Autor: Angélica Liddell Directora e intérprete: Esperanza Pedreño Duración: 1.30'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que la función ya no esté en cartel)



Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

  Llevaba diez años esperando a ver en escena este texto texto volcánico de eruptiva belleza negra y rutilante, que ganó en 2004 el premio SGAE. 

Hay quien despacha a la Liddell como alma torturada y personalidad resentida, y se queda tan ancho. ¿Y si así fuera? ¿No se construyó la historia de la literatura y el teatro a golpe de tortura y resentimiento? Panfleto, explosión lírica, manifiesto épico, tratado de poética personal y social… Mi relación con la comida es todo eso y más: una representación de la catástrofe (sic) que pretende ser –y lo logra- molesta, beneficiosa y bella. Ya nació como obra fundamental, pero tras el huracán de la crisis es, además, imprescindible.


    Esperanza Pedreño ha tenido la osadía de dirigirse a sí misma en un reto que ya sería formidable para la suma de director e intérprete. Los primeros minutos hacen temer una modernez trasnochada: escenario vacío, música atonal, gran pelota roja, ropa estrafalaria. El equívoco no tarda en deshacerse. Pedreño, el texto y la puesta en escena se van haciendo uno y el público, que al principio suelta alguna risa, termina sobrecogido. Lo dicho: texto imprescindible, montaje imprescindible.

Y lo que no cabía allí:

Texto volcánico de eruptiva belleza negra y rutilante: Si no van a ver el texto escenificado, deberían al menos leerlo. Lo publicó la SGAE, y creo que se encuentra. Me parece que es el mejor texto de autor vivo que conozco en castellano, quizá junto a algunos de los de Rodrigo García. Al lado de esta gema siniestra, casi todo lo que consideramos literatura dramática de nuestra época palidece. Recuerdo ahora -y se me erizan las meninges- que el Premio Nacional correspondiente ha ido este año a El diccionario. Claro que el de teatro se lo han dado a Chévere. Sin comentarios.

No cabe duda de que la posteridad tratará en bloque a García y a Liddell, surgidos en el Madrid de fin de siglo y profundamente emparentados. A ella nadie la va a ganar a lista y a mala leche, vean la respuesta a Liz Perales en una entrevista de El Cultural sobre Perro muerto en tintorería:
-En esta obra cuenta con Marquerie y con Miguel Angel Altet, iluminador y actor habitual, respectivamente, en espectáculos de Rodrigo García, ¿tiene algo más en común?
-A mí me gustaría tener un hijo en común, sobre todo porque no nos han presentado, no nos conocemos de nada, ¿se imagina?, un hijo de Rodrigo García y Angélica Liddell, sería bonito ver de qué manera el pequeño cabrón nos mandaba a los dos a freír espárragos y se dedicaba a la astrología. Ahora que lo pienso, los camerinos del teatro Valle Inclán serían un buen lugar para engendrarlo. Sería una gran aportación del CDN al teatro español.
No, no puedo imaginarme un hijo de ambos. Qué miedo. Después de la eclosión con textos como Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, el uno, o El matrimonio Palavrakis, la otra -¿Recuerdan aquellas funciones de 2001 en la Pradillo? ¿No parece que ha pasado una vida?-, después de haber arrojado una luz despiadada sobre la caspa y el polvo del 80% de la escritura teatral en boga (y quizá me quedo corto); después de provocar caudales de tinta en departamentos universitarios de medio mundo relevando a... yo diría que a Buero, porque no se me ocurre nadie que los haya suscitado en tal medida después de él... Después de todo eso, va y les da a los dos el mismo jamacuco creativo / existencial / poético / quasipsiquiático y empieza, una, a cortarse con cuchillas en el escenario y, el otro, a poner cámaras en la cabeza de una tortuga. Normal, eso es un artista. Un artista es un tipo -o una tipa- que en lo mejor de su producción, en el momento en que parece que podría vivir de rentas el resto de su vida, decide mandar a la porra todo lo que sabía. No todos, ¿eh? Está también el otro tipo de artista: el que llega a la perfección en su manufactura y se queda ahí para siempre. Pongan Vivaldi o Dickens.

La producción post-textual de Liddell (y de García, ¿en qué andará metido?) da para tesis doctorales, imagínense si no daría para una entrada autónoma del blog. Así que no me iré por ahí. Me quedo en Mi relación. Si su autora hubiera muerto cinco minutos después de terminarla, estaría ya en la historia de la literatura en castellano. Hace algunos años escribí que me recordaba a Zola, y lo sigue haciendo. Es la actualización del manifiesto: un J'accuse del XXI. Zola se inventó el manifiesto del intelectual, un género que recorrió el siglo XX de punta a chicote (así se dice en mi casa) y que se arrastra todavía en los periódicos -ahora que los intelectuales están más muertos que Dios Padre- con firmas después de las cuales hay que añadir entre paréntesis editor, galerista o pofesora de universidad. Liddell agarró el género, lo abrió en canal, sacó la asadura, la puso a chisporrotear en la parrilla y la sirve en bocadillo con salsa picante. Sí, no crean que Mi relación con la comida es una delicatessen. Es, bien al contrario, un plato grasiento e indigesto. Raspa como raspaba Zola, como las cosas pueden raspar en este comienzo de tercer milenio, tan podrido como los anteriores.

Angélica Liddell

Zola raspaba en L'assommoir, ("le premier roman sur le peuple, qui ne mente pas et qui ait l'odeur du peuple") con la descripción de la miseria. Ahora que vemos morirse de hambre a la gente en el telediario, las descripciones sirven de poco. Liddell puso aquí dentro todo aquello de lo que pudo echar mano para conseguir el mismo efecto de raspado. Descripción, también: es toda la parte de las cucharachas y los vecinos en el barrio marginal. Ya eso sería literariamente notable. Pero está además toda la teoría liddelliana sobre la cantidad de odio que cada uno merece en proporción a su bienestar y su defensa del complejo de culpa como única reacción que pudiera redimirnos en parte (ojo, esto es en cierta medida mi propia interpretación). Y está, también, su historia familiar ("su" de Liddell o "su" del personaje que habla en primera persona, tanto da que sean una misma o no), como literaria coartada del resentimiento. Además de la épica, y digo "épica" consciente de que el término le pega al texto menos que a un Cristo dos pistolas, pero no puedo calificar de otra manera la insistente invocación, por encima de las consideraciones de buena educación, justicia o efectividad, a tomar partido por los que no tienen frente a los que tienen. Y todo lo que nos hemos preguntado quienes alguna vez hemos mirado con culpa a quienes están peor: todas las perplejidades ("Algo tiene que haber después de Marx, ¿no cree?"), toda la sensación de impotencia. Y, por último, una poética, una respuesta al porqué de la creación artística y del teatro.

Todo ello, y aquí viene lo sorprendente, lo que distingue a esta obra admirable de un exabrupto panfletario, ensamblado con portentosa coherencia y vigor poético. Aunque, para mi pasmo, hay quien ha dicho que "Liddell escribe desde la rabia, no desde la lógica y, lo que es peor, lo hace sin fluidez poética". Me pregunto, primero, si Lope o Shakespeare escribían desde la lógica. Desde la lógica se escriben los artículos científicos o los programas electorales (de esto último no estoy tan seguro), no el teatro. Y me pregunto, también, cuál seria un ejemplo de fluidez poética en nuestro teatro actual, y veo que el autor de esa frase considera Burundanga y El crédito "lo mejor de la cartelera actual". Considera también demagógico y victimista el pasaje de las cucarachas. Fantástico. Cuenta usted lo mal que le fue y es victimista. A mí me llamaron clasista una vez por sostener que todavía había enormes diferencias de oportunidades para unos y otros. El argumento era que yo "veía" las diferencias y, por tanto, era clasista. Mis interlocutores no eran clasistas, porque no se fijaban y no daban importancia a las diferencias. Les juro que me dijeron eso.

En fin, tengo que decir una obviedad: la calidad literaria del texto puede ser perfectamente apreciada por cualquiera que no comulgue con sus coordenadas ideológicas. Obvio, ¿verdad? Pues que se lo digan al del párrafo anterior. Y llamo en defensa de esta tan disparatada tesis a los integrantes del jurado que le otorgó el premio SGAE en 2004. Cuatro radicalazos marxista-estalinistas y de Podemos avant la lettre como Ana Diosdado, Ignacio Amestoy, Manuel Gutiérrez Aragón y Julio Escalada. Vamos, prácticamente una célula de los khemeres rojos. Pues eso.


Pedreño, el texto y la puesta en escena se van haciendo uno: La forma verbal "se van haciendo" responde a que la cosa no es inmediata. Ni mucho menos. A pesar del enorme interés que tenía en el texto, las fotos de la función me habrían disuadido si no hubiera confiado en la capacidad de la actriz. No porque las fotos sean feas, sino porque muestran el feísmo de otra época con que se ha vestido la función. Como decía en  la crítica en papel, una gran pelota roja, un vestido horroroso, música atonal, la intérprete que escribe con tiza en el suelo... parece una agregación de elementos cuya única intención fuera la de construir un aspecto determinado, peligrosamente cercano a una parodia del teatro de vanguardia de hace treinta o cuarenta años. Pero nada de eso. La intención no es -acertada o desacertadamente- estetizante. Bien al contrario, me parece que todo esto son muletas que la actriz/directora ha usado para ayudarse en el camino, el armazón sobre el que camina. Eso parece indicar la íntima unión que parece apreciarse entre la palabra y el gesto, como si cada frase le demandara determinada acción o -a veces- al contrario: como si las acciones tiraran de la ristra de frases. 

La función va a más no sólo por esta paulatina justificación de todo lo que allí aparece (retrato de Marx, arma de juguete o metralleta de plástico incluidos; vestido que va mostrando toda su operatividad escondida), sino también por el formidable recurso (formidable aquí, muchas veces es un desastre) de la interacción con el público. Quizá "interacción" no sea la palabra adecuada, porque no se pide a nadie que "actúe" en ningún sentido. Pedreño usa a algunos espectadores como monigotes, objetos que -como la pelota roja- parecen ayudarle a seguir adelante.

Última mención para la voz de la actriz. Usa a veces un tono nasal que otorga a las palabras un matiz difícil de describir, entre la ingenuidad y la ironía. Un logro.

Espero que la hayan visto quienes tienen la capacidad de hacer girar la función. Si hubiera justicia (que la hay pocas veces) debería estar al menos un par de años dando vueltas.
P.J.L. Domínguez 

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