lunes, 29 de febrero de 2016

AMÉN

Sala: Café del Kosako Autor y director: Carlos Be Intérpretes: Carlos López y Jorge Yumar Duración: 50'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)





Hay dos tipos de escritores: los que se pasan la vida dando vueltas a los mismos temas u obsesiones y los que saltan de flor en flor. Piensen para los primeros en los grandes retratistas sociales del realismo: Balzac, Dickens, Galdós... Es más difícil encontrar ejemplos sólidos del segundo grupo, porque en el fondo, en el fondo -y esto es una tautología- la homogeneidad de la obra no es más que reflejo de la personalidad única que la ha creado. Pero hay quien se ha alejado mucho de la, por ejemplo, solidez granítica de los tres mencionados. Se me ocurren el Dante de La divina comedia o de La vita nuova. O el Montherlant de Port-Royal o de Los solteros (una novela que alguien debería pensar en publicar de nuevo en castellano). Si no supiéramos que están escritas por la misma mano, sería difícil que una lectura convencional nos lo revelara. 


Carlos López
Como la naturaleza se resiste siempre al taxonomista con uñas y dientes, hay numerosos casos engañosos. Vean a Hugo, tan aparentemente dispar, pero siempre el mismo, en la fantasía medieval de aventuras de Nôtre-Dame de Paris y el folletón de denuncia social de Los miserables. O a Borges, que a primera lectura puede parecer, entre la Pampa y Tlön, el más desparramado de los escritores y que es, sin embargo, el ejemplo siempre citado del artista que construye una sola obra a lo largo de toda su vida (en lo que se refiere a los relatos, en parte de su poesía asoma un autor distinto). Otros cambian de lenguaje o de técnica, pero siguen hablando de lo mismo. Como Lorca: de La casa de Berarda Alba (un paso más  en la evolución del drama rural: La filglia di Iorio - La malquerida), a El público habrá un mundo de distancia formal, pero el contenido sigue brotando del mismo lirismo exacerbado. Se me ocurría ayer mientras nadaba que el suyo es un caso análogo al de Schoenberg, que cuenta prácticamente lo mismo antes y después de practicar el salto sin red que lo llevó de la tonalidad extremamente ampliada heredada de Wagner y Mahler a la atonalidad. Entonces parecía otro planeta, pero ahora vemos que son las dos caras de la misma moneda.

Me he ido por estos cerros pensando en Carlos Be y en Denise Despeyroux, no sé si los más prolíficos, pero sí los más presentes de la generación de dramaturgos que se va consolidando en Madrid. Se me puede escapar algún otro, pero no sé si alguien llevará su ritmo de estrenos. Y tienen un perfil opuesto en este aspecto: Despeyroux gira obsesivamente en torno a los mismos temas (comienza, incluso, a repetir personajes), Be parece un autor distinto en cada pieza (o yo no soy capaz, al menos por el momento, de individuar los rasgos comunes): Exhumación, Elepé, Peceras, Dorian, Añicos... Con Amén da un nuevo salto mortal.


Jorge Yumar
Primero: Amén no es lo que parece. Vistos los elementos de comunicación que circulan por ahí -fotos, sinopsis- llega uno (o, al menos, llegué yo) esperando una historia de pederastia en ambiente eclesiástico. Así empieza. Con dos curitas jóvenes hablando de encubrimiento o denuncia. Dos curitas que hacen temer lo peor, porque las camisas con alzacuellos son bastante más ceñidas a la musculatura que las que suelen llevar los sacerdotes (con excepciones, he visto cosas parecidas en Italia). Se entiende pronto que tienen un lío. ¿Se va a ir la cosa hacia el porno soft que tiene ahora mismo varios ejemplos en cartelera? Pues no. Deriva hacia una estructura de escenas cortas siguiendo el hilo conductor de la pederastia y la homofobia, y con numerosos elementos de teatro documental: se reproducen las celebérrimas declaraciones de la manifestante pro-vida dando rienda suelta a indefinibles afirmaciones sobre la homosexualidad (y se reproducen tan literalmente que se respeta el encantador desliz inicial); se reparten fotos del ahorcamiento de dos jóvenes gays en Irán; se representa el fusilamiento de García Lorca... También se insertan episodios de ficción (supongo que el encuentro de Cloe y su admirador es ficción, por ejemplo).

Esta sucesión de escenas se mueve a tres centímetros del abismo. El riesgo se multiplica, porque los intérpretes están pegados a las narices del publico (el Café del Kosako es lo que su nombre indica: un café con un minúsculo estrado), no hay nada del distanciamiento que el escenario, la iluminación, etc. provocan habitualmente. Aún más: por si hicieran falta más obstáculos a la famosa suspensión de la incredulidad, el autor va encaminando la función con lecturas en off voceadas desde el fondo del local, a espaldas de los espectadores. Si los tres centímetros no se superan y no terminamos todos al fondo del precipicio del qué-está-pasando-aquí-dónde-me-he-metido es porque los dos actores muestran un saber estar digno de las travestonas que actúan sin que les tiemblen las pestañas de acero inoxidable frente a un público de borrachos agresivos a un paso. Nosotros no estábamos borrachos ni éramos agresivos, pero hay que tener parecidas narices para saltar de uno a otro personaje esquivando sillas y espectadores. Ahora masculino, ahora afeminado, ahora dramático, ahora chusco...

Hasta aquí esto era una cosa, y una cosa que no se sabía a dónde podía ir a parar. Pero aquí llega la pirueta.


ATENCIÓN: SPOILER

En el momento más inesperado, el autor entra en escena. No quiero contar demasiado, pero les diré que, de pronto, lo que podríamos llamar teatro se transforma en lo que solemos llamar performance. Un poco a la Liddell, Carlos Be es sometido a un cierto nivel de sufrimiento fisico, trasunto de tantos torturados por su orientación sexual. No llega a cortarse con una cuchilla de afeitar, como la Liddell, pero los dos muchachos le hacen pasar un mal rato. De paso, añade al repertorio de imaginería homoerótica ya exhibida hasta ese momento la estampa del hombre torturado por dos jovenzuelos. Esperen, que busco una foto que acabo de recordar...

Me ha costado lo mío, pero la he encontrado. No quiero frivolizar, es evidente que la escena tiene un significado dramático en el conjunto de la pieza, pero dado que llevamos tres cuartos de hora largos viendo aspectos diversos que la relación entre hombres puede revestir, es imposible no vislumbrar la cara Be (saben que mataría por un juego de palabras) de esta última imagen. En cualquier caso, lo importante es que remata -la imagen, digo, que un día me voy a morir porque se me va a atragantar la sintaxis- de forma contundente, y por sorpresa, algo que era muy difícil de rematar por su carácter fragmentario y heterogéneo. La pregunta es, ahora, si Carlos Be se va a ir por esta tangente performativa o si el arranque se quedará en un experimento, y el autor volverá a la senda del teatro de texto. Ya saben, personajes y todo eso.

Lo que hacen Carlos López y Jorge Yumar no es una cosita de nada, como puede parecer al espectador poco atento. Como les decía, cambian de personaje cada dos por tres, hablan al público, suben y bajan... y consiguen que no se rompa ese hilo intangible que el público debe seguir sin interrupción para que la ilusión no salte por los aires. Mis lectores habituales saben de mi tonto prejuicio respecto a actores y actrices guapos, me cuesta más apreciar sus méritos, y estos dos son muy guapos: pero salen muy bien parados de la prueba. López (si yo fuera él, y en la era de Google, me cambiaría el nombre antes de que sea demasiado tarde) interpreta un Fumando espero afeminado que hace pensar que un travestimento completo podría salirle de perlas. No olviden que esta del cambio de género es una de las operaciones más complicadas y más antiguas de la interpretación, nada fácil de hacer bien. Me quedo con ganas de verlos a ambos en algo más convencional. Y con el suspense de esperar al próximo paso de Be. Cada vez están más lejanas, pero les recuerdo que la mencionada Liddell empezó con piezas en las que el texto tenía un peso relevante, y miren por dónde anda ahora. Como diría Miguel Ángel Aguilar: atentos.
P.J.L. Domínguez

          
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