miércoles, 13 de julio de 2016

EL LABERINTO MÁGICO

Sala: Teatro Valle-Inclán Autor: José Ramón Fernández (dramatización de las novelas de Max Aub)  DirectorErmesto Caballero Intérpretes: Chema Adeva, Javier Carramiñana, Paco Celdrán, Bruno Ciordia, Paco Déniz, Ione Irazabal, Borja Luna, Paco Ochoa, Paloma de Pablo, Marisol Rolandi, Macarena Sanz, Alfonso Torregrosa, Mikele Urroz, María José del Valle y Pepa Zaragoza (músicos: Paco Casas y Javier Coble)  Duración: 1.50'

(la función ya no está en cartel)


Quería ponerles el nombre de todos, pero con tanto fusil y tanta gorra
no hay manera
No es éste el tipo de teatro que más me gusta. Lo digo sólo para que mis avispados/as lectores/as sumen por su cuenta un par de grados de entusiasmo al tono general de esta crítica. Y para resaltar, precisamente, que no entusiasmándome de entrada el planteamiento -no por nada que nadie haya hecho bien, mal o peor, sino por este a priori de mis gustos- tengo que reconocer que la función está bien llevada.

Y ahora llega el difícil momento -al que llevo dando vueltas desde esta mañana- de decir a qué me refiero con "este tipo de teatro". No sé: mucha gente, muchas carreras, banderas, disparos... Mal vamos, porque me acabo de cargar cosas tan dispares como Los miserables o Madre coraje, que me flipan. No es eso. Es esa especie de realismo energético... ¿De qué hablo? Mucha energía, contenida unas veces (en las manos de Macarena Sanz que se retuerce el vestido), desparramada otras (en la sokatira). Tampoco es que me disgusten siempre esos derroches: lo que hace La Joven Compañía, por ejemplo, suele ir por ahí, y casi siempre me encaja, pero -creo, avanzo a tientas por el pantano de mi confusión- que ligado a contextos menos realistas en los que ese plus de energía es, por así decir, un elemento antirrealista. Por eso acabo de parir lo de "realismo energético", para entenderme a mí mismo. 

Dicho esto, comprenderán -o no, porque me ha quedado bastante oscuro- que me quede con las escenas que se alejan de la épica de grupo hacia un teatro más pausado, más -para entendernos- de cámara: Torregrosa y Adeva charlando tras un fusilamiento injusto; Adeva y la frivola y letal cabaretera de la que está enamorado y que es responsable del fusilamiento, María José del Valle, en la frontera francesa (y antes también); el camerino de una actriz profacciosa, Irazabal, con Ciordia de correveidile amariconado (permítanme usar un término que está en época respecto a la escena), Zaragoza como fantástica asistenta casi muda de la actriz y, otra vez, Adeva; Torregrosa, juez republicano, e Irazabal, la misma actriz, discutiendo en el despacho del primero; monólogo de Zaragoza, la esposa a la que Paco Ochoa desatiende por otra mujer y por las pinturas que tiene que salvar en El Prado... 

En esa lista están mencionados todos los que van a destacar en mi recuerdo. A Torregrosa lo tienen en este blog en Montenegro (con Pepa Zaragoza) y en Dorian. Con Ione Irazabal y Chema Adeva en Vida de Galileo, donde era un fantástico cardenal Barberini. También estaba Déniz allí, y me gustó bastante más que ahora. Y mi adorada Macarena Sanz que, en este Laberinto, pasa un poco desapercibida. En Los Mácbez encuentran a Adeva. Todos revueltos por aquí y por allá en los montajes de Caballero. Ione Irazabal, que va a salir siempre airosa tenga que interpretar a una empleada de correos a una trucha o a un perchero, tiene dos papeles que parecen cortados adrede para lucirse: la gran actriz a favor del alzamiento militar ya mencionada (rollo gran dama, gran pose, carácter altivo, la cara levantada y por delante) y la judía comunista de existencia apaleada (tapadita con la gorra y las gafas, todo el carácter por dentro, la rigidez de la ideología, pequeña pero temible).

Aunque el gran descubrimiento (para mí, que llego tarde a muchísimos trenes) es María José del Valle. Una pena que, en el número del cabaré, se le haga cantar algo tan trillado como el himno de Riego. En los años treinta, en un local de Barcelona (una ciudad perfectamente integrada en las redes culturales europeas) se podía oír cualquier cosa. Un poco más de sofisticación le hubiera dado más juego (¿Saldrá el himno en Aub? Es posible). No obstante, está perfecta envuelta en su aura de perfidia voluble, y muy bien descrita la relación ambivalente con el personaje de Adeva (Lola-Lola y el profesor Rath). Voy a ir corriendo a ver lo próximo que haga. No encuentro ninguna referencia en la red que pueda proporcionarles.
* * *
Quizá alguno se haya fijado en que la ficha de arriba del todo dice autor: José Ramón Fernández (dramatización de las novelas de Max Aub). Los créditos del programa de mano atribuyen la autoría a Aub y la versión a Fernández pero, qué quieren que les diga, yo no creo que esta operación pueda equipararse a lo que habitualmente llamamos "versión". El material de partida son novelas. Pedir a alguien que convierta eso en ciento diez minutos de diálogo escénico es como coger un armario y decirle al ebanista que lo convierta en mesa. El estilo general (si era un armario Biedermeier, Biedermeier se quedarán color, barniz y estilo de molduras o relieves) estará determinado por el artesano original. Pero, ¿ustedes quién dirían que ha hecho la mesa? Tema, estilo, atmósfera general de El laberinto mágico (y probablemente un alto porcentaje de los dialogos) serán de Aub, pero el autor de la obra dramática es José Ramón Fernández, que ha conseguido resolver con gran talento un encargo que, a priori, yo (y supongo que muchos) hubiera juzgado imposible.
P.J.L. Domínguez
          
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lunes, 11 de julio de 2016

TRABAJOS DE AMOR PERDIDOS

Sala: Teatro Alcázar Autor: William Shakespeare (versión de José Padilla) Directores: Tim Hoare y Rodrigo Arribas Intérpretes: Javier Collado, Montse Díez, Jesús Fuente, Alicia Garau, Julio Hidalgo, José Ramón Iglesias, Alejandra Mayo, Sergio Moral, Raquel Nogueira, Lucía Quintana, José Luis Patiño y Pablo Vázquez Duración: 2.00'

Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)

José Ramón Iglesias, Sergio Moral, Javier Collado y Julio Hidalgo

A veces sé, o creo saber, por qué no funcionan las cosas. Otras veces lo intuyo o puedo formular alguna hipótesis. Pero en algunos casos no tengo ni idea. Estos Trabajos de amor perdidos son un latazo de cuidado, dos horas que se hacen cuatro, pero sin nada especialmente discordante. Un momento: la escenografía es horrorosa, sí, y no ayuda absolutamente nada en ningún momento de la función, pero tampoco determina el naufragio. La versión no tiene más pecado grave que el añadido de un final perfectamente prescindible. Y, dicho sea como simple constatación, que practica una operación inversa a la que suele ser habitual. El final de Shakespeare es abierto, algo que nuestros tiempos adoran. Vemos de vez en cuando alterar los finales cerrados del teatro clásico para abrirlos, pero aquí se ha hecho lo contrario: nada de "ya veremos qué pasa terminado este año de prueba". No, no: pasa el año y todo se arregla a maravilla. Ni quita ni pone, pero tampoco es responsable del sopor que acompaña al montaje desde su mismo arranque.

Tampoco los intérpretes parecen tener la culpa. Están bien, con Montse Díez y Lucía Quintana sobresalientes. Me parece que ellos -con la excepción de Javier Collado y José Luis Patiño, que están más frescos- se resienten más de los esterotipos del gracioso que los directores han aplicado. Toda la escena del sucesivo descubrimiento de las faltas de cada uno, por ejemplo, es descorazonadoramente plana y previsible. 

* * *
Esas tres estrellitas están ahí porque ha pasado algo. Me he parado a pensar otra vez qué es lo que no va y he llamado en mi auxilio al numen de Kenneth Brannagh mediante el procedimiento simplón de ver algunos cortes de Love's labour's lost y, fíjense, lo que me ha iluminado es una de esas frases que los de marketing y promoción van podando de aquí y de allá: "Sexy and glamorous! (CNN)". Digamos de paso que suelen citarse como si la CNN (o El País o La Hoja Diocesana de Albacete) fueran instituciones que se entregan a sesudos cónclaves en los que reparten, colegiadamente, adjetivos a las obras teatrales. Claro, queda mucho más interesante "Gran interpretación (Chicago Times)" que "Gran interpretación (John Smith)", porque John Smith puede ser un idiota, pero Chicago Times (o cualquier otro nombre resonante) viste muchísimo. Por no decir que vaya usted a saber de dónde se cortan estos fragmentos, tendría para contarles algunas finas jugadas que se han practicado con mis propias críticas. Este último ejemplo podría provenir perfectamente de "gran interpretación desperciada en un texto infame". No se rían, porque esas cosas se hacen. Esta misma función que estamos comentando tiene unas piezas promocionales que cantan "Magníficos actores (El Mundo)" y "Perfecta en el juego cómico de la vida (The Huffington Post)", sin que sepamos si firma un catedrático de universidad o el becario que hace los aliños con la información que proveen las compañías. Es un poco como aquella edición de los Max en la que nadie sabía quién formaba el jurado que le había premiado. Permítanme que les amplíe eso de "la información que proveen las compañías". Si nunca se han percatado de esto que les voy a contar, les va gustar.

En el periodismo en general, y en el periodismo cultural en particular, se vive una crisis muy anterior a la de 2008. Allá por los ochenta, dominados por una virginidad candorosa madre de todos los entusiasmos, cuando alguien tenía algo que contar convocaba una rueda de prensa. Tanto en Madrid como en la más remota capital de provincia. Los medios acudían en masa. Si es usted un lector de menos de treinta años y trabaja en esto le costará creerme, pero lo he visto con mis ojos. Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión... Huy, perdón. Lo que tengo que contar es aún más asombroso: he visto ruedas de prensa sobre conciertos de música contemporánea o jornadas de historia eclesiástica a la que acudían todos (he dicho todos) los medios de una capital de provincias: periódicos y radios. Allí se contaba el rollo, los periodistas hacían preguntas (lo juro) se iban a su redacción y redactaban, que para eso eran redactores. Ahora ya no redacta ni el Tato. Convoque usted una rueda de prensa sin Beyoncé y ya verá quién acude. Se ha estandarizado un procedimiento industrial por el que el dossier de prensa elaborado por quien genera la noticia (en este caso, una compañía o un productor) se trasvasa directamente a la página publicada. Sucede así, constantemente, que uno se encuentra las mismas frases en distintos medios. Lo que podría ser tolerable para referirse a hechos objetivos ("éste es el cuarto montaje que Fulanito dirige") es grave cuando se extiende con total comodidad a juicios de valor ("montaje que se caracteriza por un ritmo vibrante"). Por si no me he expresado con claridad: muchas, si no la mayoría, de las frases de este tipo que leen en prensa (en papel o digital) provienen directamente de lo que ha escrito el autor sobre su propia obra, pero las firma otra persona que, la mayor parte de las veces, no ha visto el objeto de los elogios. Conste que no digo todo esto por Trabajos de amor perdidos, sino porque pasaba el Pisuerga por aquí. Volvamos. 


* * *
Nos hemos quedado en "Sexy and glamorous!".  Esto es exactamente lo que le falta a esta puesta en escena. Trabajos de amor perdidos debe ser una efervescencia de juventud, picardía, erotismo... Debe ser, en una palabra, sexy; y no sólo en sentido erótico, que también, sino en el más general que a veces se le da en inglés. Lo de Hoare y Arribas es trillado, convencional, previsible, es... teatro clásico en la peor acepción del término, ésa que el público general entiende, ay, con razón la mayoría de las veces, pariente de la expresión música de iglesia para cualquier cosa que suene a música culta. La Fundación Siglo de Oro / Rakatá no se llega a la altura de su propia suela si comparamos esto con el Enrique VIII, del que guardo excelente recuerdo. Aunque, para mi pasmo, consultado el estupendo archivo de prensa que la compañía mantiene, resulta que los comentarios críticos son mucho mejores ahora que entonces. Como tanta veces, me siento un extraterrestre. Les copio, para atenuar un poco lo que llevo dicho, lo de García Garzón en ABC:

La puesta en escena de Tim Hoare y Rodrigo Arribas, muy dinámica, propicia esa concepción juguetona de toma y daca de picardías, atolondramientos e incertidumbre explicitada en un espectáculo muy divertido, lleno de sugerencias, como las que contiene el bosque de postes de madera planteado por Andrew D. Edwards, que puede evocar tanto un bosque propiamente dicho como los salones palaciegos. Los intérpretes completan un trabajo colectivo muy afinado, desbordante de comicidad y puntería, del caballero Berowne de Javier Collado al rústico Costra de Pablo Vázquez, pasando por el embajador francés Boyet, que compone con autoridad José Luis Patiño, la coqueta Rosalina de Lucía Quintana, el seguro Armado de Jesús Fuente o la Rosalina de Montse Díez, por citar a unos cuantos del amplio reparto, merecedor todo él de aplauso. 

Uno piensa en primer lugar que vimos dos espectáculos distintos (elogia exactamente lo que yo echo en falta: picardía y comicidad). Pero vimos el mismo. Tendría yo un mal día.
P.J.L. Domínguez
          
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viernes, 8 de julio de 2016

EQUUS

Sala: Arte & Desmayo Autor: Peter Shaffer (versión de C. Martínez-Abarca) Director: Carlos Martínez-Abarca Intérpretes: Juanma Gómez, Natalia Fisac, Sergio Ramos, Pablo Méndez, Magdalena Broto, Roberto González, Íñigo Elorriaga, María Heredia y Cristina Arranz (en vídeo)  Duración: 1.55'
Información práctica (el enlace no operativo puede significar que no está en cartel)

No encuentro ninguna foto que dé idea del aspecto escenográfico.

Ésta fue mi crítica en la Guía del Ocio:

El fallecimiento de Peter Shaffer encuentra a Madrid con la que es su pieza más famosa, junto a Amadeus, en cartel. La relevancia mundial de Equus, un clásico contemporáneo, permite pensar que su escasa presencia en nuestro país se deba a la larga sombra del estreno dirigido por Manuel Collado en 1975 y al eco de aquella convulsión social en los últimos estertores de la dictadura.  

    La pieza mantiene intacta una enorme capacidad turbadora. Partiendo de un suceso real –un muchacho que ciega intencionadamente a varios caballos en un inexplicable acto de crueldad- Shaffer armó un relato que contrapone el orden apolíneo de las vidas civilizadas a las fuerzas dionisíacas de la sexualidad y la comunión con la naturaleza. El siquiatra que trata al joven se encuentra obligado a comparar la extrema intensidad de las experiencias de su paciente –fuente de sufrimiento pero también de goce- con la insatisfactoria mediocridad en la que vive.


    Carlos Martínez Abarca supera el viento en contra de un elenco muy desigual apoyado en una escenografía que él mismo firma y en el espléndido trabajo de Juanma Gómez en el papel central del siquiatra. El montaje vence en este pulso por imponer al espectador –sentado a tres metros- una historia que, sin dirección firme, puede descarrilar con facilidad en lo estrafalario. 

Y alguna cosilla que no cabía allí:

1.- A los más jóvenes les costará entender el revuelo que Equus produjo en 1975... ¡porque se desnudaban! A mí mismo me cuesta entender mi propia reacción de perplejidad ante alguna foto que creo recordar haber visto vaya usted a saber en qué revista de la época. ¿Se imaginan la que tuvo que armarse para que se enterara perfectamente un niño que vivía a quinientos kilómetros de Madrid? Los seres humanos tenemos la memoria emocional frágil, y ahora es muy difícil hacerse idea del tabú que suponía el cuerpo desnudo hace solo cuarenta años. Es algo que conviene rumiar cuando los tabúes de otras sociedades nos parecen extraterrestres. Como ven, esas limitaciones pueden saltar en pedazos en sólo una generación.

[Nota histórica: el elenco de la versión del 75 es im-pre-sio-nan-te. Margot Cottens, José Luis López Vázquez, María José Goyanes, Juan Ribó, Ana Diosdado...]

Goyanes y Ribó en el estreno en España.

Desaparecido el tabú del desnudo (no totalmente, desde luego, el Supremo acaba de establecer que las administraciones pueden prohibirlo en las playas), lo que queda de la pieza es muchísimo más turbador. Nada menos que un cara a cara con nuestra naturaleza salvaje. No voy a extenderme sobre esto, uno de mis asuntos favoritos, porque nos da Pascua florida del 2017. Uno de los legados de nuestra historia cultural que más nos va a costar quitarnos de la espalda es el que niega nuestra naturaleza animal. Cuando decimos "los animales..." siento lo mismo que los ciudadanos de fina sensibilidad españolista cuando oyen decir "los españoles..." a un catalán. Somos tan animales como un pato o una vaca, y todas (TODAS) las diferencias que tenemos con ellos son de grado, no de esencia. Hemos ido aferrándonos desesperadamente a esto o a aquello para distinguirnos: no hablan (me troncho, hasta las abejas se comunican, por no explayarnos sobre los primates), no conocen la risa (díganselo a cualquiera que tenga perro), no son capaces de entender el lenguaje simbólico (busquen un poquito en red sobre experimentos de este tipo)... En fin. Lo más bonito de estos esfuerzos es el inventazo del concepto de INSTINTO, jocosamente análogo al éter que todo lo arreglaba. Durante milenios, los seres humanos no hemos soportado ser más inteligentes que el resto de los animales, pretendíamos ser los únicos que poseyeran esa cualidad. Y, como es una realidad palmaria que ellos también analizan la realidad y toman decisiones, nos inventamos una especie de mecanismo automático que se lo permitía. Creando, paradójicamente, la peligrosísima idea (peligrosa para quienes siguen ahí instalados) de que son posibles conductas complejas sin libre albedrío. De ahí a negar el nuestro había un paso, franqueado hace tiempo. El famoso tiro por la culata.

Estas cosas tienen lo que tienen. Miren las dos primeras acepciones del término INSTINTO en la RAE:
1. m. Conjunto de pautas de reacción que, en los animales, contribuyen a la conservación de la vida del individuo y de la especie. Instinto reproductor.
2. m. Móvil atribuido a un acto, sentimiento, etc., que obedece a una razón profunda, sin que se percate de ello quien lo realiza o siente.
Dos acepciones radicalmente opuestas: "pautas de reacción" y "razón profunda". Es lo que tiene ponerse a fabular, que termina uno en la contradicción. Los telediarios mostraron anteayer unas imágenes de unos hinchas rusos que acudían a la carrera para patear la cabeza de un inglés tendido en el suelo y otras de un grupo de burros que lloraban desconsolados por un congénere muerto. ¿Alguien en su sano juicio cree que un observador externo (el famoso marciano obejtivo) nos colocaría en categorías separadas?

[Nota importante: dicho todo esto, no soy de los que creen que los derechos de los animales sean equiparables a los nuestros. Claro que las diferencias son sólo de grado, pero son enormes. Quienes crean que no somos animales, pueden dormir tranquilos en lo que a mí respecta. No pienso otorgarles el voto]

La versión de Compañía Ferroviaria, por Paco Macià. Quizá la única de carácter profesional que se había visto en España desde 1975. He dicho quizá.

2.- Volviendo a Shaffer, es cierto que la oposición planteada en Equus es bastante primaria. No hay mucho matiz entre el civilizadísimo y autocontroladísimo siquiatra y el muchacho que ha dado rienda suelta a las pulsiones reprimidas por una madre hiperreligiosa entregándose a rituales de desenfreno (que recuerdan poderosamente a las bacantes desencadenadas; que la afición preferida del siquiatra sea la cultura griega no es intrascendente) con vertientes religiosa, sexual y -paroxismo final- violenta. Si el texto se hubiera quedado en la reproducción realista de lo que ha ocurrido después de los hechos (o sea, las conversaciones del médico con el paciente, su familia y la juez) no sería ni la mitad de lo que es. Lo hacen crecer las escenas que recrean esas turbadoras noches del chico con los caballos. Punto fuerte -y arriesgado- de cualquier montaje, Martínez-Abarca las ha resuelto muy bien. 

3.- No sólo ha resuelto bien eso. Les confieso que al entrar en la sala me temí lo peor. El escenario es un rectángulo reducido con gradas en los lados mayores. O sea: los intérpretes están casi pegados a las narices del espectador. La distancia metafórica (la distancia que hay de la realidad cotidiana a estos delirios equinos del chico, con unos señores que llevan mallas y máscaras de caballo) es mucho más fácil de controlar cuando ayuda la distancia física. Si me tengo que creer que estoy viendo Andrómeda, me engañan mucho mejor desde el escenario del María Guerrero que a dos metros. Pero aquí termina funcionando todo: la reducida pero acertada y aprovechadísima escenografía del propio director, la iluminación de Álvaro Gómez y la convicción con la que todo el mundo se mueve ahí dentro. Funcionan hasta los vídeos, que, como idea, podían parecer una marcianada: la enfermera se comunica con el siquiatra a través de una pantalla. Pero la enfermera es Cristina Arranz, que pone una cara de piedra tan convicente que todos nos lo tragamos. También ayudan los efectos de sonido y música.

4.- Como les decía en la crítica en papel, el elenco es muy desigual. No me voy a meter en pantanos, porque yo diría que algunos son semiprofesionales o alumnos, y no procede aplicar un rasero que no viene al caso. Natalia Fisac es la única que le mantiene el pulso en cierta medida a Juanma Gómez (cuyo trabajo es realmente admirable en esas condiciones). Lo tienen en la foto. Esta versión de Equus (y pasa lo mismo en la de Tom en la granja que ha dirigido Enio Mejía en la Cuarta Pared) viene a demostrar que un texto potente y una dirección que sabe a dónde va pasan por encima, incluso, de una interpretación justita.
P.J.L. Domínguez